LITERATURA
‘Spleen’ de un Holmes que tenía que morir

Su creador intentó matarlo pero sus lectores le obligaron a rectificar. Sherlock Holmes, o cómo las historias no sólo pertenecen a sus autores.

29/11/12 · 11:57
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Cansado de un personaje que le quitaba demasiado tiempo –él quería dedicarse a novelas a la manera de Walter Scott–, Arthur Conan Doyle decidió dar muerte por primera vez a Sherlock Holmes en El Problema Final (1893). Su decisión de tirar a Sherlock por un barranco hizo que una multitud llevara crespones negros, enviase cartas y apelase a sus editores y a su madre, la de Conan Doyle, para que entre todos convencieran al autor de La Compañía Blanca (1893) de que eso de ser autor tiene unos límites.

Acostumbrado a disfrazarse, ocultarse y a pillarse pedos solitarios, el detective autónomo regresó en un lapso de ficción de tres años para sorpresa de Watson y no tanto de sus lectores. Traemos a colación este episodio, que, extrapolado, es el punto de partida de Misery, de Stephen King, para demostrar dos cosas: 1) que los propósitos literarios salen por la ventana cuando toca y 2) que los fans de Sherlock Holmes no son los fans de Conan Doyle. Perogrulladas, sí, pero simplezas que nos permitirán abrir el siguiente párrafo con un conector.

Pregunta sin trampa, ¿quién es el fan número uno de Sherlock Holmes? Elemental: el doctor Watson. ¿Quién si no se toma la molestia de trasladar la mayoría de las aventuras y virtudes del detective al papel? Se argumentará con razón que lo del doctor no es afición sino sólo “amistad”, pero resulta obvio que no se trata de una relación simétrica. Un displicente “querido” de vez en cuando y algún que otro cariño muestran a un detective algo cínico con respecto al reflejo que su carisma tiene sobre sus seguidores. Y aquí volvemos a encontrar al autor, que desdeña el entretenimiento de consumo fácil pero que se ve atado por su condición de ‘necesario’.

¿A quién sigue la estrella?

Se retira el autor para pensar en acontecimientos históricos; nos retiramos; se retira Watson y entra la inteligencia avasalladora, capaz de convencernos de que ese cuchillo estaba ahí todo el tiempo. Puro espectáculo de la razón, con todas las trampas que eso trae. Que ha sido replicado antes y después y que, al final, es un alarde de las mentes que piensan esas historias. Pero Holmes muestra ciertos límites que debe reflejar toda remezcla que quiera respetar –con el viejo significado de ‘respetar’– el criterio de Conan Doyle. Algunos son nimios como su poco interés por campos como la filosofía, ya que las aficiones y saberes de Holmes brotan como setas. Otros rasgos dan volumen al personaje, por ejemplo su manifiesta admiración por otras personas, debilidad que evita que nos parezca un maldito psicópata. La Mujer –mayúsculas con las que se refiere a Irene Adler–, su hermano Mycroft Holmes o Moriarty, a quien llama el Napoleón del Crimen (sic.) se ganan o parten con la devoción de Holmes, que casi siempre considera a las personas públicas, es decir aquéllas que participan de la vida pública, por encima de los rasgos privados del ser. No obstante, el cuadro aparece completo sólo porque el autor sugiere frecuentes episodios en los que Holmes aparece in the mood, habla de días de nostalgia en soledad que ve en la distancia, apesadumbrado, el narrador de la mayoría de sus historias.

Su fan número uno

El fenómeno Holmes Sherlock Holmes no dijo “elemental, querido Watson”.No detuvo a los nazis ni contuvo una invasión alien. El detective más conocido de la historia nunca pisó las calles del Londres victoriano, pero el purismo nos lleva a baremar las características del personaje en sus reencarnaciones en función, primero, de lo que escribió Arthur Conan Doyle. Cuatro novelas y 56 relatos, eso es todo. Si ignoran el límite del canon descubrirán que el detective de la calle Baker Street tiene el don de la ubicuidad, que es inmortal, que leyó La Doctrina Secreta y fue Jack el Destripador, o que averiguó que éste era la Reina de Inglaterra; descubrirán incluso que Holmes y el doctor Watson viajaron a Madrid y conocieron al compositor Isaac Albéniz.

Además de las historias de tipo steampunk (narraciones de tecnología-ficción), las ucronías y otros géneros, el universo Holmes ha abusado del personaje que sólo desarrolla una suma infinita de deducciones lógicas. Guy Ritchie, a nivel mamporros, y El secreto de la pirámide, a nivel iniciación a la vida, han sido las últimas incursiones célebres en lo puramente holmesiano. No obstante, no se han centrado en un aspecto al menos importante del personaje, el hecho de que le cuesta mucho afrontar la vida pública. La interpretación del spleen (jerga romántica para narrar una suerte de hastío vital) y el síntoma de su adicción al perico han dado lugar a algunos de las secuelas más interesantes en el universo Holmes no canónico.

La historia escrita por I. A. L. Diamond y BillyWilder y rodada por este último, La vida privada de Sherlock Holmes, se centró en esa paradoja, el hecho de que uno de los campeones de la razón tuviese su Mr. Hyde privado, algo que no aparecía en el precedente claro de Holmes, el detective aficionado Auguste Dupin, creado por Edgar Allan Poe. En la apertura de La vida privada de Sherlock Holmes vemos a un par de aduaneros examinando los atributos con los que se identifica a Holmes. Fotos con Watson, el retrato de La Mujer, la jeringuilla para las dosis, la pipa, la lupa o el sombrero. Está todo lo necesario para fijarnos la imagen de un personaje que, sin embargo, consigue aislarse de nosotros por más veces que lo volvamos a ver en sus momentos de mayor plenitud. En las últimas escenas, la película nos hace ver algo que ya intuíamos. Que cuando gana la muerte hay que dejar a Holmes en paz.

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MITO DESNUDO. Un momento de La vida privada de Sherlock Holmes, de Billy Wilder.
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