El progreso da mucho canguis

El cine ha empleado la ciencia ficción para
enarbolar y exhibir, a veces impúdicamente,
los miedos de las distintas generaciones.
Tres personajes nos ponen sobre la pista de
los temores que no les dejan pegar ojo.

31/07/09 · 13:06
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Miedo. Sólo una palabra y un terabyte
de posibilidades para sentirlo.
Lo más atávico está ahí. El
horror acaba siempre por encontrar
una ventana, la de una
vieja casa o la que da entrada a
toda una dimensión. Los estudios
de física, las matemáticas,
la química, la tecnología, han
aportado nuevos miedos a una
sola raza que históricamente ha
demostrado tener un sinfín de
temores. El miedo a la muerte,
en primer lugar, y después, como
por orden, el miedo a la enfermedad,
al dolor, al horror moral,
al totalitarismo, al control, a
la falta de control... El cine, inventado
sólo unas décadas después
de que se verbalizara la
existencia de la ciencia ficción,
ha corrido hacia el futuro en una
moto con lucecitas brillantes y
una consola para comunicar con
la nave nodriza. No hay década
que no tenga sus dos o tres películas
del género, igual que no
existe una generación que no
haya exhibido sus miedos en el
cine con altas dosis de exhibicionismo.
Los marcianos o extraterrestres,
en sus garbeos por las
pantallas han humillado, sometido,
abrazado, salvado, colonizado,
tragado, torturado y besado
a la raza humana desde hace décadas. Pero al final del camino
siempre estaba la humanidad
para ajustarse las cuentas a sí
misma. Se ha podido exagerar
el componente férrico y aleacionista
del porvenir, aunque el
progreso no deja presagiar que
el futuro tenga otro color que el
de la ceniza. Unas cuantas películas
han triturado kilos de acero
y coltán para incluirlos en un
bizcocho en el que el presente
lleva harina, leche y azúcar. Tres
lectores nos enseñan qué sabor
tienen esos canguelos.

Quiero elegir mis cortinas
PETER NASH. Arkansas, 1956

“Tengo 38 años, mujer, tres hijos,
y un comercio en Fort Smith,
Arkansas. Trato de ser un buen
cristiano, un buen padre de familia
y un buen americano. Amo
a mi país. Serví en la marina durante
la guerra contra los japoneses,
y no dudaría en volver a
hacerlo si tuviera que defender a
mi familia de los rusos. Odio a
los rojos. No quiero vivir en una
sociedad donde todos sea propiedad
del Estado y haya que pedir
permiso al Partido hasta para
elegir el color de las cortinas
de tu casa. No podría vivir en
una sociedad donde todos vistamos
igual, pensemos lo mismo y
vayamos por ahí todo el día cantando
canciones comunistas y
alabando a tipos feos con las cejas
grandes como bigotes. Solo
de pensarlo me da miedo.
El viernes pasado mi mujer y
yo fuimos al cine. La película se
llamaba La invasión de los ladrones
de cuerpos. A mí no me gustan
ese tipo de películas, francamente,
prefiero los westerns de
John Wayne, pero Molly insistía
en que fuésemos. Trata de unos
marcianos que llegan a la Tierra
dentro de unas grandes plantas,
algo así como enormes vainas
de guisantes y, cuando la gente
duerme, ellos se apoderan de
nuestros cuerpos y nos sustituyen
por una copia, pero sin alma
ni emociones. Seres gélidos,
idénticos los unos a los otros.
Pienso que esos marcianos quieren
hacer con nosotros lo mismo
que los rusos. Que odian
nuestra forma de vida y todo lo
que hace grande a este país.
Pienso que el Gobierno debe tener
los ojos bien abiertos contra
los rusos, los marcianos o cualquiera
que quiera acabar con
América. Pienso que quienes critican
al Gobierno por perseguir
a los comunistas están a sueldo
de Moscú, y que si algo o alguien
nos ataca, tendrán que
vérselas con un tipo llamado
Peter Nash. Yo ya me he comprado
una escopeta de cañones
recortados y la tengo aquí junto
a mi, bien cargada. Que sepan
que les estoy esperando, y que
no les tengo miedo”.

¿Qué es una lechuga?
SOYLENT GREEN. Nueva York, 2022

“40 millones de personas viven
hacinadas en las calles, sin poder
salir. Muchas con mascarillas.
Una minoría tiene trabajo
24 horas non stop y un apartamento
con electricidad controlada,
sin agua corriente. Cada día
los antidisturbios cargan en contenedores-
excavadora contra las
personas que protestan por el
escaso abastecimiento de alimentos.
Soylent es la multinacional
alimenticia que monopoliza
el mercado con objetos
amorfos de color amarillo. Su
nuevo producto, Soylent Green,
unas tabletas cuadradas que dicen
provenir del plancton de los
océanos, es el nuevo sustento
de la gente. Los más jóvenes no
han conocido la fruta, ni la verdura,
ni han visto plantas o animales.
Un mercado negro dosifica
las pocas existencias que
quedan en el planeta.
Los directivos de las multinacionales
viven en casas de lujo hipervigiladas
que llevan incorporadas
mujeres-mobiliario. Robert
Thorn es policía y vive con su
amigo, el documentalista Sol Roth, encargado de contrastar la
información de delincuentes en
la única base de datos que existe,
el Exchange, en comunicación
con la Organización Mundial.
Hasta aquí puedo leer.
Soylent Green, extrañamente
traducida al español como
Cuando el destino nos alcance,
es una película que no permite
un respiro. Basada en la novela
que escribió Harry Harrison en
1966 (Make Room! Make
Room!), esta historia confirma
que la ciencia ficción es visionaria
desde su lado más apocalíptico,
y que sirve para representar
los fundados temores a la degradación
medioambiental, a la
destrucción de la biodiversidad
y a la industrialización alimenticia.
La recreación graciosa de
cacharritos futuristas también
hace asomar en la película el
miedo a las sociedades totalitarias.
En la admiración patológica
por la tecnología y la obsesión
por la seguridad se retratan también
los totalitarismos. Inquietante,
como diría una.

Adiós, bienestar
PAUL MARQUES. Lyon, 2010

“Imagina que estás en el peor
momento de tu vida, te vas al
campo y descubres que la cosa
sólo puede irte peor. La jodida
realidad se encarga de demostrarte
que aquello que los libracos
de filosofía decían es una
verdad como un castillo: que el
hombre es un lobo para el hombre
y aún más, que la mujer es
una loba para la mujer y que todos:
lobos, mujeres y hombres
nos mezclamos, infundiendo un
pánico para el que nunca harán
falta ojos verdes ni trajes metálicos.
Este mal viaje lo plantea
Michael Haneke, un director experto
en conseguir que todo lo
que te pase al salir del cine es
bastante mejor de lo que ocurre
en sus películas. Es un decir, porque
no voy al cine: la vi en mi casa
con mi novia, que no se depila.
Yo antes era un cabrón tan inconsciente
que esa pelusilla me
suponía un gran problema. Entiende
lo que te quiero decir: en
el tiempo del lobo todo lo que se
asemeje a un sentimiento de humanidad,
todo aquello que te recuerde
que existe el calor y que
hubo algo que se llamaba amor
(incluso que tú estuviste a punto
de experimentarlo), vale como
una lata de paté a la que le ha salido
un moho que también puede
comerse. Todo un Perú.
Ahora me encanta zamparme
los regueritos de hormigas de
mi chavala. Está a punto de
caernos una tan grande que,
cuando venga, todo será para
cagarse vivo. El día que se acabe
todo, como ha pronosticado
Haneke, no tendremos recetas
hippies, y la new age no valdrá
un comino. Hasta entonces me
refugio en los velludos brazos
de mi mujer y disfruto de cada
brioche como si fuera el último
que voy a jalarme.


"He recorrido esta galaxia de un extremo
a otro, he visto cosas muy raras, pero nunca vi nada
que me impulsara a creer que haya una única
fuerza poderosa que lo controla todo. Ningún campo de energía mística controla mi destino." Han Solo en Star Wars episodio IV (1977).


El garaje hermético es una locura gráfica
creada por Moebius. La obra, que no tiene una línea
argumental clara, recorre el mundo de tres niveles
creado por el Mayor Grubert, que ha sido invadido
por Jerry Cornelius. Moebius también participó
en el diseño de filmes como Willow o Tron.


"He visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves
en llamas más allá de Orión... He visto rayos C brillar
en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser...
Todos esos momentos se perderán... en el tiempo, como
lágrimas... en la lluvia... Es hora, de morir." Blade Runner (1982) dirigida por Ridley Scott.


Philip K. Dick y el FBI. Las sospechas de
que era espiado, unido a su afición a las drogas, llevaron
a K. Dick a la paranoia. Su anticomunismo y
las alucinaciones acústicas que sufría le convirtieron
en confidente del FBI, que no obstante nunca
dio demasiado crédito a sus alarmantes cartas.

 

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