CHARLES BAUDELAIRE: EL POETA DE LOS POBRES Y MARGINADOS
El poeta condenado

Charles Baudelaire y su editor, Auguste Poulet-Malassis, fueron acusados en 1857 de ultraje a la moral pública y religiosa por la publicación de ‘Las
flores del mal’, una de las cotas de la poesía europea del siglo XIX, que celebra ahora su 150 aniversario.

14/11/07 · 11:38
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BAUDELAIRE era casi un desconocido hasta la publicación de ‘Las flores...’.

Texto de Fernando Herrera

El 21 de junio de
1857 se ponía a la
venta la primera
edición de Las flores
del mal, libro de poemas
de un todavía desconocido
Charles Baudelaire (1821-
1867). Su editor, Auguste
Poulet-Malassis, regentaba
una imprenta en provincias
y se dedicaba, en París, a publicar
obras de escritores como
Théodore de Banville,
Théophile Gautier o Leconte
de Lisle.

Hasta la aparición de su
polémico volumen el poeta
sólo era conocido en ciertos
círculos de la bohemia parisiense,
donde desplegaba
sin tapujos su impúdica excentricidad.
Señala Courbet
que había períodos en los
que Baudelaire “lucía diferente
cada día”: a veces flanêur,
a veces prostituta, a
veces trapero. El desasosiego
que sentía ante la sociedad
de su tiempo lo llevaba
a transgredir toda norma.
Según uno de sus más lúcidos
intérpretes, Walter Benjamin,
su irritación era capaz
de “irrumpir en este
mundo y dejar en ruinas sus
armoniosas estructuras”.

La censura

La expresión de esa ira es lo
que la justicia del Segundo
Imperio (1851-1870) va a
sancionar y condenar el 20
de agosto de 1857 por “ultraje
a la moral pública y a las
buenas costumbres”. El primer
indicio de censura había
aparecido el 5 de julio de
ese año en un artículo publicado
en el influyente Figaro.
En él se denunciaba la supuesta
inmoralidad de una
obra en la que “lo odioso se
codea con lo innoble” y “lo
repulsivo se alía a lo infecto”.
Es obvio: su tendencia a
identificarse con lo más bajo
de la sociedad hacía del autor
el blanco perfecto.

El 7 de julio se inicia una
instrucción judicial. En el
decir de las autoridades,
seis poemas del libro practicaban
un “realismo grosero
y ofensivo”. Las alhajas,
El Leteo, A la que es demasiado
alegre, Lesbos,
Mujeres condenadas y Las
metamorfosis del vampiro
debieron de resultar tan inadmisibles
para la moral ultraburguesa
de la época como
indigeribles para la estética
neoclásica imperial.
Pero lo que no gusta de
Baudelaire es su radical historicidad,
su impotencia mitológica,
el carácter ‘antiestético’
de sus poemas, su
atormentada religiosidad.

El París del Segundo Imperio
representó en su momento
la vanguardia del capitalismo
europeo, alcanzando
un desarrollo material
sin precedentes. Su ideal
fue el progreso científicotécnico;
su filosofía, el positivismo.
Es el tiempo de los
comercios de lujo, de las exposiciones
universales. La
frustrada revolución de
1848, en la que el propio
Baudelaire participa instando
al fusilamiento de su padrastro,
el general Aupick,
deriva en el proyecto capitalista
más avanzado del siglo.
El régimen de Napoleón III
instaura una civilización que
tiende puentes entre la antigüedad
clásica y el capitalismo,
ideando una imagen del
mundo que se aboca, con el
aval incontestable del mito,
a consagrar el espíritu burgués
como paradigma de lo
humano.

Cosificación

En El cisne, exclama el poeta:
“¡París cambia! Aunque
nada ha variado mi tedio. /
Esos nuevos palacios, los andamios,
sillares, / viejos barrios,
todo eso se hace en mí
alegoría, / y mi amado recuerdo
pesa más que las piedras”.
La alegoría es para el
autor un recurso capaz de
separarse melancólicamente
del presente, a través del
recuerdo, para así romper la
inmediatez mítica e insoportable
de los hechos. Es una
mirada que ve “ruinas” donde
otros divisan el plazo fijo
del progreso. En ese nuevo
mundo, escribe Benjamin, el
poeta francés actúa cual “detective
involuntario”; disecciona
la realidad, dejando
testimonio de los efectos criminales
de su propia clase,
la burguesía. Pero lo excepcional
es que quien escribe
mira el cadáver ‘desde dentro’,
padeciendo su peso
muerto: “Cuando Baudelaire
muestra la depravación y
el vicio siempre se incluye”.

De más está señalar que
Las flores del mal hace de la
experiencia de la urbe moderna,
de la ‘mercancía’, su
materia prima. Ciudad y
mercancía, para él, son lo
mismo. Allí donde se observa
una ruptura civilizatoria,
una mutación total de los
vínculos entre los hombres,
abismados ahora por la mediación
de la mercancía pura,
el poeta convierte a las
calles en su ‘escenario’ de
acción. Y no es una metáfora.
Baudelaire componía sus
poemas durante su flânerie,
versificaba allí donde podía,
entre la multitud, transformando
la intemperie de París
en su escritorio. Los constantes
cambios de domicilio,
debidos al asedio de sus
acreedores, lo obligaban a
no residir en un lugar fijo.

Según Adorno, la mercancía
es “un objeto alienado
en el que se extingue el
valor de uso”. Su esencia, el
valor de cambio, abstrae la
particularidad real de las cosas,
revistiéndolas de un aura
mítico que cosifica a su
merced las apetencias del
público. Así, es en la ciudad
moderna, donde los ojos del
otro no devuelven la mirada,
sino que permanecen
embrujados por el espectáculo,
donde Baudelaire es
asaltado por el spleen. El
spleen, el tedio, opuesto al
‘ideal’ (la primera sección
del libro se titula “Esplín e
Ideal”), es la evidencia del
‘tiempo muerto’ que instaura
el espectáculo divinizado
de las mercancías. De ahí la
pasión baudelairiana por la
evasión, la infancia, el exotismo,
lo desconocido, así
como por toda experiencia
capaz de sobreponerse al
tiempo vacío de la multitud
hechizada.

El ansia de huir del Cronos
devorador, de la prosa
de la Historia, se vuelve para
el poeta una obsesión.
Ante el progreso como
“eterno presente”, aun la
muerte será una forma de
detención heroica del devenir.
Salir del tiempo histórico
es la meta, aun a través
de la errática y degradante
fugacidad del opio.

Pero no habremos dicho
nada si no encontramos en
el legado del poeta la experiencia
de un hombre desangrado
por la cosificación de
su propia vida; de un hombre
que aun con sus ambigüedades
gritó de espanto
ante las injusticias de un siglo
al que fustigó con la lucidez
de quien asume su condición
moral a riesgo de
muerte. No queda, entonces,
sino leer su obra como reflejo
enardecido de otra realidad
posible, de “lo que nadie
conoce, lo nuevo”.

La prostitución del poeta

Cabe destacar que el poeta
asume que en ese contexto
de mercantilización de la vida
el trabajo literario es una forma
de prostitución. Como
remarca Benjamin, el poeta
«va al mercado a echar un
vistazo, pero en realidad va a
encontrar un comprador». Él
lo sabe: «Yo que vendo mis
pensamientos y deseos para
ser un autor». No por nada la
prostitución es constante en
el libro: su figura representa
la mercancía en su grado sumo,
bajo forma humana. La
unión que por más de 15
años mantuvo con su alma
gemela, la prostituta mulata
Jeanne Duval, su primer
amor, fue la exacerbación de
los horrores sociales que hacían
las veces del crucificado.
De ella dirá, en XXV: «¡Máquina
ciega y sorda en crueldades
fecunda!, saludable instrumento,
oh vampiro del
mundo (...) ¡Oh fangosa grandeza,
ignominia sublime!».

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