Pedro Costa, un cine en los huesos

La nueva sensación del cine de autor es un completo desconocido para la mayoría del público.
Pedro Costa filma películas sin concesiones, protagonizadas en muchos casos por los habitantes de
Fontainhas, una barriada de Lisboa condenada a la desaparición y a la marginalidad. La proyección
de sus películas por primera vez por estos lares nos permite acercarnos a descrifrar su obra.

05/07/09 · 14:44
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La obra de Pedro Costa no se limita al cine. Instalación Colina de sol, en la muestra de PhotoEspaña.

Pedro Costa no es un director de
masas, es evidente: estos días se
proyecta la totalidad de su obra
en la Filmoteca Española y en
los pases resulta difícil coincidir
con más de 40 personas. Su
nombre es conocido, planea por
festivales y revistas especializadas,
da que hablar, pero prácticamente
nadie ha visto ninguna
de sus películas. Tan injusto es
que hasta el momento no se haya
estrenado ninguno de sus trabajos
en España como que, de
pronto, Cahiers du Cinema y
PhotoEspaña lo hayan encumbrado
como uno de los grandes
cineastas contemporáneos. Ni
tanto, ni tan poco.

El interés de sus películas,
como obras de arte contemporáneo,
reside más en la hermenéutica,
el análisis socio-antropológico,
la interpretación que
suscitan las relaciones humanas
reveladas y el proceso de rodaje,
que en la propia obra en sí;
una obra hosca, árida, desapacible.
Tal es así que la trilogía sobre
Fontainhas (barrio chabolista
lisboeta) y Vanda Duarte
(protagonista de los tres filmes),
columna vertebral de su cine,
parece fabricada más para ser
analizada por la crítica elitista
que para ser vista; quizás por eso
su cine se vuelve necesario, más
por lo que muestra que por cómo
lo hace. Cine necesario por
el grado de compromiso con sus
actores-no actores-modelos (como
les llamaría el cineasta Robert
Bresson), por saber mostrar
sin filtros la marginalidad más
íntima, por estructurar poemas
río que se pierden en sus propios
meandros sin intención de alcanzar
ningún mar, por recurrir al
más primario salvajismo fílmico,
porque Costa puede recordar a
Bresson, a Yasujiro Ozu, a José
Luis Guerin; pero resulta único…
para bien y para mal.

Pocos autores son tan fieles a
un estilo de y para museo y cinefilia
festivalera como Costa,
quien, pese a iniciarse en un cine
sobrecargado de influencias
clásicas, ha ido podando y simplificando
tramas, guiones,
puestas en escena y narrativa
hasta alcanzar una propuesta
personal que roza el vídeo casero,
en el que los protagonistas
ni viven ni actúan pero sí pululan
como almas sin rumbo, y cuyos
planos, pese a su promesa
de estar “matemáticamente”
medidos, no dejan de parecer
aleatorios. Película a película se
ha ido deshaciendo de todo lo
vinculado a la industria cinematográfica,
desnudando los rodajes
y los equipos técnicos, liberándose
de la idealización cinéfila,
recurriendo al vídeo, a los
rodajes pacientes, a los postulados
de Jean-Marie Straub y
Danièlle Huillet, a la concepción
del cine como una profesión
que obliga a trabajar a diario
como quien acude al tajo, a
la implicación casi absoluta con
unos personajes y con un entorno
que le aceptan por reconocerle
como uno más. A pesar de
esta realidad, Costa se resiste a
su posición de outsider y declara
que cree encontrarse más
cerca de Quentin Tarantino que
de Abbas Kiarostami. Extraña
visión de uno mismo.

Filmografía en desintegración
Pero Pedro Costa no siempre
fue tan extremo es sus propuestas;
su primera película, O sangue,
es la obra pastiche de un
joven punki treintañero que vive
deslumbrado por Bresson,
John Ford, Leos Carax… y que
trata de aunarlos a todos en 90
minutos. El resultado es en exceso
ambicioso pero rescatable,
confuso pero evocador, lleno de
sombras y misterio que esconden
una belleza quebradiza y
un romanticismo nostálgico
que impregnará toda su obra
posterior (marginalidad, compromiso
radical con los personajes
y el entorno, claroscuros,
escenografías diagonales,
secuencias interminables y cámara
estática).

En 1994 Costa se traslada a
Cabo Verde para rodar Casa
de Lava, en una suerte de persecución
de Jacques Tourneur
que concluye con el abrazo a
la estilización rosselliniana y
su mezcla de ficción y realidad.

Al finalizar el rodaje, algunos
caboverdianos cercanos
al equipo utilizaron a Costa como
mensajero y le entregaron
cartas y regalos para sus familiares
residentes en el barrio
de Fontainhas, zona lumpen
de la periferia lisboeta sobre
cuyas chabolas pesaba una
sentencia de demolición. Costa
entró en el barrio y, como
quien dice, no ha vuelto a salir.

“No sabría qué hacer en otra
parte; sabía que me iba a quedar
y que podría hundirme allí
como un viejo punki; había ese
riesgo, lo sentí, con la heroína”.
En el barrio rodó sus dos
siguientes películas, Ossos y
No Quarto da Vanda, y una
vez demolido el poblado, siguió
a los vecinos en su realojo
en Juventude em marcha.
Su filmografía se completa
con el corto Tarrafal, la obra colectiva
Memories y dos documentos,
Onde yaz o teu sorriso y
6 Bagatelas, sobre el proceso de
trabajo de los Straub.

La trilogía de Vanda

Tras regresar de Cabo Verde,
Costa entra en contacto con los
habitantes de Fontainhas, creándose
un vínculo que vampirizará
completamente su cine y convertirá
el poblado en un estudio del
cine resistente. De la necesidad
de rodar con los habitantes del
barrio nace Ossos, un estremecedor
y poético retrato de la marginalidad,
en el que la flaqueza y
fragilidad de los actores-personajes
es tan palpable, tan real,
que Costa asegura que Nuno
Vaz (quien interpreta al padre
toxicómano que trata de deshacerse
de su hijo) le confió que no
sabía si podría acabar la película
ya que se sentía más frágil que el
bebé que llevaba en brazos.
En Ossos participa Vanda
Duarte, una joven toxicómana
que reprende a Costa por no haber
mostrado el verdadero barrio.
Con esta premisa, tal y como
Kiarostami hace en Y la vida
continúa, regresa a Fontainhas
para sentir sus últimos estertores
junto a sus vecinos. Durante
dos años, sirviéndose de Vanda
como articuladora central de la
descomposición, filma la memoria
de los escombros y el vacío
de las ruinas de un barrio y unas
almas en proceso de demolición;
una fe de vida y muerte.

Desde No Quarto da Vanda se
extrema su compromiso de hacer
corresponder el cine con la
realidad, y de mostrar un hábitat
y una cotidianeidad pura.
Pero aún hubo más, “tengo
miedo de irme del barrio, no tengo
ideas para nuevos guiones”,
y, como respuesta a ese miedo,
nace Juventude em marcha. Ya
no hay chabolas sino edificios
higiénicos y encalados que asfixian
a los antiguos habitantes
de Fontainhas tras ser realojados
en la impersonalidad urbana,
donde vagan desheredados,
con el rumbo perdido, repitiendo
desesperadamente una y mil
veces el mismo argumento hasta
podarlo de contenido, convirtiendo
la poesía en hastío,
desnudando hasta los huesos
las imágenes. //

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La obra de Pedro Costa no se limita al cine. Instalación Colina de sol, en la muestra de PhotoEspaña.
La obra de Pedro Costa no se limita al cine. Instalación Colina de sol, en la muestra de PhotoEspaña.
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