El alpinismo siempre baila entre lo heroico y lo trágico. Fuera de esa dualidad hay muchas personas caminando por las montañas.
Durante el verano muchos medios de comunicación se congelan, los locutores de televisión y radio cambian de voz, incluso las cuasi místicas agencias de calificación parecen dar un respiro. Salvo los incendios forestales, la operación salida y algún espectáculo deportivo recién finalizado o por comenzar, apenas se producen noticias interesantes, que despierten a las masas de la siesta.
Es entonces cuando mucha gente acude a la montaña, varios se tuercen un tobillo o padecen una gastroenteritis, se rompen una pierna o se les congela un dedo y algunos, como varios de los montañeros que intentaron subir el pasado verano al Mont Blanc atravesando el Mont Maudit, mueren.
Los flashes se ceban en estas tragedias, se recrean en mostrar al pueblo el morbo de la muerte de algún montañero creando un gran recelo hacia cualquier actividad alpinística. Los barrios se llenan de preguntas inquisidoras de las vecinas hacia el chaval que sale con la cuerda colgando de la mochila.
Las madres despiden a sus hijas montañeras como si fueran a una trinchera del Vietnam, los padres lamentan no haber insistido más en sacar ese pedazo de futbolista que toda progenie lleva dentro. Las parejas se preguntan por qué no eligieron a alguien a quien sólo le gustase el pádel o la Playstation. Los niños sonríen al ver la inmensa mochila y la ropa de colorines.
Gran parte de los medios al uso continuarán mostrando al montañero como a un insensato cuando ha sido víctima de alguna tragedia (cuatro muertos, 3 a.m., -20ºC, 300m de caída) o como a un héroe deportivo cuando ha realizado alguna gesta medida por números (8.000, 1º C, 14, 9c, 3h 42s, logaritmo de mi bandera partido por pi). Para aquel que baje vivo sin haber conseguido un objetivo claro y definido no habrá ninguna mención.
Fuera de este círculo de sensacionalismos se encuentra una gran cantidad de alpinistas que, con capacidad para realizar gestas mediáticas, deciden recorrer rutas incluso de mayor dificultad en las que no necesiten rendir explicaciones a nadie. Éstos vuelven satisfechos aunque no lleguen a la cima, conocedores de que alcanzar la cumbre supone tener que poder bajar de ella. Éste es el caso de Zabalza, Vallejo e Iñurrategi hace pocos días en la cara sur del Nuptse.
Al tratar de responder a la eterna pregunta de por qué se sube a las montañas, raros son los que lo hacen por fama o dinero, pocos por la búsqueda de adrenalina, algunos, tal vez demasiados de los que acuden a los sitios de moda como Chamonix, escalen o aparenten hacerlo por reconocimiento social o por dar un toque exótico a sus vacaciones.
Sin embargo, la mayoría de los montañeros sólo sabrán explicárselo a sí mismos al ver el brillo del granito colgando en el vacío, al escuchar el crujir de los crampones sobre el glaciar o mientras rían vivaqueando junto a un amigo notando el aire helado que no termina de llenar sus pulmones. Podrán sentirlo cuando perciban que están en la ruta que han planeado durante días o imaginen a los antiguos alpinistas en mitad de esa montaña.
Los demás sólo lo entenderán cuando miren a los ojos del que baja de la montaña con la cara quemada y la sonrisa llena de recuerdos.
La capital global del alpinismo
En Chamonix (Alta Saboya, Francia) hay un dedo indicando al cielo. Es la estatua de Balmat señalando a Saussure el camino a la cumbre del Mont Blanc, previo pago de la recompensa que había ofrecido el científico ginebrino. Detrás de ese dedo corren todos los veranos miles de turistas-alpinistas hacia la cumbre, en ocasiones sin mirar alrededor, sin escuchar el sonido de los glaciares, sin saber tan siquiera colocarse los crampones, sin interesarse por la historia sobre la que caminan.
En la rue du Dr. Paccard toman cervezas a un precio exagerado y compran lo último en material de montaña, allí donde las marcas importantes luchan por tener su tienda y los comerciantes por vender su postal.
Lo que hasta 1786 fue una pequeña aldea recibe hoy al visitante bajo el cartel de Capitale Mondiale du Sky et Alpinisme. Dice mucho que su alcalde durante más de una década fuera Maurice Herzog, el primer alpinista en coronar una montaña de más de 8.000 metros. A esa misma aldea incomunicada se llega hoy en día por autopista en una hora desde Ginebra o en dos horas, por un túnel de 12 kilómetros que atraviesa el Mont Blanc, desde Turín o Milán. O quizá no se llegue ya a la misma aldea.
comentarios
0