GRIGORI KOZINTSEV (1957)
De todas las versiones
cinematográficas
que se han hecho
del Quijote, una de las más
insólitas que se conocen–aparte de la de Orson
Welles, en la que los personajes
asisten a los sanfermines
de Pamplona– es la que
realizó el director soviético
Kozintsev en 1957.
Kozintsev (1905–1973),
discípulo de Eisenstein y
autor de varias adaptaciones
al cine de grandes obras
literarias –entre ellas, El Rey
Lear y Hamlet–, al rendir su
particular homenaje a la
obra cumbre de Cervantes
lo hace desde una óptica
marxista en la que, respetando
el espíritu del texto
original y sin dejarse llevar
por los excesos del dogmatismo,
subyace el conflicto
de la lucha de clases y las
contradicciones del modo
de producción capitalista.
A diferencia de otras versiones,
don Quijote no está
loco, sino tan sólo enfermo
de bondad y hambriento de
justicia social. Así, vemos
vagar por la estepa siberiana
al ingenioso hidalgo y a
su fiel escudero reflexionando
sobre los más variados temas,
a la vez que tratan de
socorrer a los que más sufren,
a los más débiles y a los
oprimidos de siempre que se
encuentran por los caminos.
A pesar de sus nobles sentimientos,
no siempre consiguen
llevar a buen puerto
sus propósitos y en no pocas
ocasiones nos despierta la
compasión, no por sus acciones,
sino por el dolor que
le provocan los muchos golpes
recibidos. Éste es el motivo
por que Nabokov siempre
le reprochó a Cervantes
la excesiva crueldad con la
que trataba a su personaje.
Por encima de todo ello,
la columna vertebral que cohesiona
las distintas escenas
es la exaltación de la libertad
entendida como principio
inalienable, inherente al
ser humano. E incluso, unido
a lo anterior, se nos plantea
un ideal de vida cuya clave
se condensa en una frase
que pronuncia el bachiller
Sansón Carrasco: “Hay que
vivir siempre como nos enseñan
los filósofos, sin
asombrarse de nada, como
requiere la dignidad del
hombre adulto. (...) En todas
las circunstancias de la vida
hay que conservar una serenidad
tranquila, una calma
inmutable... Quien desarrolla
en sí mismo la calma filosófica
adquiere la verdadera
libertad”.
La película cuenta con
una exquisita puesta en
escena, fruto de la colaboración
del director con el artista
toledano Alberto Sánchez,
exiliado en la Unión
Soviética. En ella la nostalgia
producida por la distancia
hizo presentes, al igual
que sucede en muchos de
los escritos de Max Aub, los
más lejanos recuerdos de
una España que, por entonces,
ya no era la que ellos habían
conocido, sino otra
bien distinta que, después
de casi veinte años de dictadura,
trataba de dejar atrás
una devastadora y miserable
autarquía tanto económica
como ideológica.
Al verla, su metraje se hace
muy corto, y eso con una
duración de casi dos horas
es un mérito enorme. La razón
no es otra que la evidencia
de que intentar llevar el
Quijote a la pantalla es una
batalla tan perdida de antemano,
como muchas de las
que emprendía el Caballero
de la Triste Figura. Y, aun
siendo una de las mejores
adaptaciones que se han
hecho, demuestra que el
texto cervantino contiene
tantas historias, tantas enseñanzas
y tanta sabiduría
que intentar atrapar una
pequeña parte de todo ello
en una película sólo puede
hacerse desde la admiración
y la humildad.
Aún así, el resultado es
más que notable y siempre
es de agradecer que alguien
nos haga disfrutar una vez
más con la que, para muchos,
es la mejor novela de
la literatura universal.
comentarios
0