En ‘Nomadak Tx’, presentada en
el Festival de cine de Donostia,
asistimos a un intercambio de
sonidos entre txalapartaris y
diferentes pueblos del mundo.
La txalaparta es un
instrumento musical
único. Ritmo y melodía
son interpretados
por dos personas, que
han de comunicarse de manera
silenciosa e invisible para
poder crear, juntas, una
música que no pertenece a
ninguna de las dos. El o la
txalapartari no puede ser
egocéntrica ni introvertida,
debe haber aprendido a ceder,
a dialogar, para poder
crear algo nuevo. Esa es la
esencia de la txalaparta.
Con esta idea se inicia la
película Nomadak Tx, documental
de creación en el que
Harkaitz Martínez de San
Vicente e Igor Otxoa, miembros
de la agrupación Oreka
TX, viajan al encuentro de
pueblos con los que intercambian
sonidos, visiones del
mundo y de la tierra, valores
y experiencias. Conviven con
los adivasi de la India, los sami
de Laponia, los bereberes,
los habitantes de la estepa
mongola, con los saharauis.
DIAGONAL charló con ellos.
¿Por qué marca el inicio de la película esa explicación de la ‘filosofía’ de la txalaparta? ¿Y cómo se inserta ésta en vuestro viaje?
HARKAITZ MARTÍNEZ: El
inicio es como el libro de instrucciones
para entender la
película. Veíamos que debíamos
decir lo que nos motivaba
a hacer la película: esa manera
de sentir la txalaparta
como una actitud, un modo
de entendimiento. La txalaparta
originalmente es improvisación
a partir del encuentro.
Esa es la base para entender
lo que pasa en la India, en
el Sahara...
¿Cómo elegisteis los destinos del viaje, esos pueblos que nos mostráis en el documental?
IGOR OTXOA: Por un lado
los elegimos por el aspecto
musical, porque nos interesaba
trabajar en concreto con
algunas formas musicales,
como con el canto khömii de
Mongolia. Otro elemento es
el contenido social, de la identidad
de esos pueblos: son
pueblos en situación de minoría,
en muchos casos se encuentran
en situaciones dramáticas,
como es el caso del
pueblo saharaui. Y el otro
motivo es su carácter nómada.
¿Cuánto tiempo os llevó todo el viaje?
H.M.: Han sido casi cuatro
años. Cada viaje era de aproximadamente
un mes. Eso
nos ha permitido hacer nuevos
planteamientos para los
siguientes viajes. En todos
ellos teníamos un mismo patrón
en cuanto a los contenidos,
pero siempre con un
guión abierto e improvisando
sobre lo que requería cada
viaje, y lo que surgía del encuentro
con la gente.
¿Era muy diferente lo que esperabais de los viajes a cómo resultaba finalmente? ¿Cómo os ha transformado el escuchar las voces de esas personas que aparecen en la película, que nos transmiten sus deseos, sus vivencias?
I.O.: De cada sitio traes cosas
diferentes. En Mongolia, por
muy distinto que fuera, nos
sentimos muy cómodos. En
Tindouf el ver cómo se deteriora
la situación del pueblo
saharaui después de 30 años,
provoca una sensación de
hastío y se percibe la desesperación
que comienza a evidenciarse
en los campamentos.
En Laponia estuvimos
menos en contacto con los sami,
pues todo está muy condicionado
por el clima: apenas
hay luz en invierno, la
gente no hace vida en la calle;
eso nos llevó a contactar más
con el entorno.
D.: Indicáis desde el comienzo
que la txalaparta se integra
en su entorno y por ello
se construye con los materiales
del lugar, algo que ponéis
en práctica en cada destino.
En Laponia llegáis a construir
el instrumento con hielo, y finalmente
lo devolvéis al fondo
del lago.
H.M.: Hemos buscado unir
los materiales de cada lugar a
la propia sonoridad del entorno.
En el Sahara utilizamos
las piedras. En Mongolia, país
nómada por excelencia, ante
la falta de instrumentos, la
necesidad de hacer música se
desarrolla con el canto. La
txalaparta es un instrumento
muy orgánico. En Laponia,
para nosotros era importante
que la propia txalaparta con
la que habíamos disfrutado
tanto, con la que habíamos
conseguido hacer música, y
juntarnos en torno a ella, volviese
intacta al lugar de donde
había salido. Fue algo simbólico
que conecta con la
forma de vida sami: allá por
donde van no dejan huella,
conviven con la naturaleza
en un perfecto equilibrio.
La música aparece como algo importante para el reconocimiento de los pueblos. ¿Teníais intención de mostrar este aspecto?
H.M: No ha sido nuestro
motivo. Pero es cierto que
cuando existe una problemática
se refleja en diferentes
expresiones culturales, y
la música es una expresión
muy viva para reflejar eso.
Todo el movimiento de rock
radical vasco denotó esta
problemática. En estos momentos
se percibe un cambio
musical, más optimista y
constructivo, es tiempo de
crear, de conversar, de encontrarse
con el otro.
El resurgir de una tradición que no pudo ser sepultada
La txalaparta estuvo a punto de extinguirse durante los años 60, marcada por las prohibiciones franquistas. Sólo en dos caseríos pervivió este instrumento formado por tablones de madera que son golpeados a cuatro manos para crear ritmos únicos. Las dos parejas de txalapartaris han sido maestros de la generación posterior y sus conocimientos han servido para reconstruir la historia de la txalaparta.
En las últimas décadas, la txalapartaha resurgido con fuerza.Son muchas las escuelas que sehan creado y una gran cantidadde artistas que resucitan sussonidos rítmicos y los fusionancon otros. Maestras como KarlaBeti han abierto la txalaparta amujeres, como las componentesdel grupo Ttukunak, Maika ySara Gómez. También han proyectadointernacionalmente esteinstrumento músicos como KepaJunkera o Mikel Laboa. En lainnovación, la banda Zur-e Gurafunde la txalaparta con el jazz, lamúsica hindú y el pop de vanguardia.Iñaki Yarritu introducesu sonido en las propuestas delcolectivo de DJ Basque DubFoundation.
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