JEAN-CLAUDE LAUZON (1992)
La primera vez que vi
Léolo, en el invierno
de 1993, salí del cine
presa de un extraño
hechizo, con una agradable
sensación de enajenamiento
y, al mismo tiempo, con la certeza
de haber visto algo muy
grande; una sensación de rapto
mental y de haber compartido
con personas que hasta
unas horas antes no conocía
una serie de experiencias de
elevada intensidad emocional.
Después he vuelto a verla
unas cuantas veces y el magnetismo
y la fuerza que me
subyugaron entonces permanecen
ahí, en el fondo de sus
imágenes, imperecederos e
inmarchitables, como si manaran
de su interior.
Léolo es el segundo largometraje
del canadiense Jean-
Claude Lauzon quien, apenas
unos años después de obsequiarnos
con este impagable
regalo, murió junto a su novia
en un accidente de avioneta.
Y, antes que otra cosa, es un
hermoso poema en prosa, que
sólo alguien dotado de un talento
excepcional puede escribir,
puesto en imágenes que
se suceden entre sí al servicio
de una hipnótica voz en off.
Cuenta la historia de un niño
de extrema sensibilidad
que se refugia en la literatura
para poner la distancia suficiente
entre su mundo y la locura
de la vida convencional
de las personas que le rodean.
Su protagonista, Léolo, de pequeño,
leyendo una vez más
el único libro que había en su
casa, cogió un trozo de papel
y escribió: “No intento recordar
las cosas que suceden en
los libros. Lo único que le pido
a un libro es que me inspire
energía y valor, que me diga
que hay más vida de la que
puedo abarcar, que me recuerde
la urgencia de actuar”.
Y después siguió leyendo. Eso
mismo trasmite la película:
energía en estado puro, recursos
para enfrentarse a las contrariedades
de la vida y la convicción
de que hay lecturas
que nos pueden ayudar a que
ciertas cosas nos afecten lo
menos posible y que algunas,
llenas de poesía, pueden llegar
incluso a embellecer un
entorno hostil.
Léolo sabe que vivir en exceso
dentro de tu propio mundo
puede alejarte de la realidad
y de la cordura. Por eso,
de cuando en cuando, se repite:
“Porque sueño yo no estoy
loco. Porque sueño yo no lo
estoy”, mientras Tom Waits,
como si su música fuera también
parte del mantra, canta
un fragmento de su canción
Cold, cold, ground. Léolo, un
día de su infancia vio de frente
los ojos de la muerte en una
piscina hinchable en cuyo
fondo había un tesoro de valor
incalculable.
También hay hueco para el
amor: Léolo está enamorado
de una muchacha inalcanzable,
su vecina Bianca, de la
que llega a decir: “Entre mi
habitación y Sicilia hay 1.889
kilómetros. Entre mi habitación
y la de Bianca hay 5,80
metros y, sin embargo, está
tan lejos de mí...”.
Léolo es, en algunos momentos,
una película muy dura.
Lo es cuando, después de
ver como golpean a su hermano
culturista –que, aterrado,
es incapaz de defenderse–,
descubre que “el miedo habita
en lo más profundo de nosotros
y que una montaña de
músculos o un millar de soldados
no podrían cambiar nada”.
Y lo es mucho más cuando
muestra cómo un grupo de
adolescentes, que esnifan pegamento
y toman pastillas,
abusan sexualmente de una
gata que emite un maullido
desgarrador mientras, de fondo,
los Rolling Stones interpretan
una canción de su disco
Let it bleed.
Léolo es una película clave
para muchos amantes del
cine de toda una generación.
Léolo, valga la redundancia,
es una película única.
Irrepetible. Y genial
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