La gran torrija

Desentrañamos este fenómeno molesto y fantástico, sobrio y
desmadrado, orgiástico y penitente, polar y bipolar. Con todos ustedes:
silencio, redoble y ¡al cielo con ella!: la Semana Santa sevillana.

29/03/10 · 18:07
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Imagen: Manuel León.

“Hay que tener rock’n’roll
hasta para llevar un paso, es la
única forma de que no te pese
nada”. Silvio Melgarejo, Silvio

“Hoy yo no quiero vivir
en la ciudad más triste
que llora por afición”.
Maga. Silencio

Imagínese que vive en el casco
histórico de una ciudad vetusta
otrora llamada Híspalis. Que alguien
recorta el perímetro del
mismo, lo corta a su vez al tráfico
rodado –incluye bicis y público–,
lo trufa de imágenes barrocas,
le añade sus buenos kilos
de nazarenos, sus litros de esencia
de incienso y azahar, una base
humana con tres partes de
trajes de la planta de caballeros/
señora de El Corte Inglés,
una parte de guiris y otra poca
de diletantes y frikis, lo bate al
son de unas marchas escalofriantes,
lo echa todo a una sartén
bien caliente de fervor y estupor
a partes iguales y lo fríe
convenientemente. Resultado:
la Gran Torrija: una semana
performativo-callejera, rebosante
de dulce y miedo para los sentidos,
única en el mundo.

La ciudad como tal desaparece
de facto para desempeñar o
esquivar ritos centenarios sofisticados.
La población dividida.
Griterío. Silencio. Ha llegado el
Domingo de Ramos. Salgamos
al balcón, a estrenar ‘algo’, que
queda mucho por ver, oler, tocar
y recorrer. Intentemos comprender.
Primero: estudiemos
las causas. Se comprenden algunas
cosas al salir a la calle un
día de cualquier recién estrenada
primavera sevillana, donde
la invasión del azahar y la prolongación
de los días hacen explosionar
las ganas de vivir, follar
y gozar en general. Los biorritmos
se retardan y se conquistan
las noches. Las calles de
Sevilla, que durante el invierno
parecen los corredores de un
convento, se transforman entonces
a golpe de cielo azul fluorescente
y de bolsas de envolventes
aromas en anchas avenidas
para la concupiscencia y el
atolondramiento.

Se comprende que tamaña
transformación y repentino
amor por la vida demanden una
celebración a la altura. Se comprende
que la Iglesia católica,
tan experta en sublimar los límites
y las prohibiciones aprovechándose
de las costumbres milenarias,
percibiera un día semejante
aliento vital y se dijera:
“Hostia, tú, esto hay que revestirlo
de rito ya, que se nos va de
las manos”. Se comprende que
esa misma Iglesia se pusiera manos
a la obra hasta crear este artefacto
hipnótico e incontestable
en sus métodos con el fin de
frenar el veneno de los débiles,
aglutinar las pulsiones de la masa
y potenciar la subyugante fe
de los devotos y demás capillitas
(ver glosario). Se comprende
que se jacte de sostener y patrocinar
esta dilatada obra de teatro,
como si, parafraseando a
Leonard Cohen en Chelsea
Hotel (“We are ugly but we have
the music”), nos dijera: “Estamos
reprimidos pero tenemos la
Semana Santa”. Ea. Se comprende
que como en los buenos
polvos, la Iglesia se afane en retardar
el orgasmo de la primavera
a través de esta oscura, dorada
y barroca penitencia formal.

Y el clímax, que no llegará
hasta el lunes de resaca o lunes
después de la Feria –la Semana
Santa no se entiende sin su contracara,
la Feria de Abril, donde
el devoto Dr. Jeckyll puede convertirse
entonces a gusto en el
desfasado Mr. Hyde (aunque de
eso hablaremos, si quieren, otro
día)–, es tan potente que merece
la pena demorarse mirando a
esta Godzilla que arrolla la ciudad y te deja sin aliento y sin rutinas.

Los contrafóbicos –un fenómeno
así no puede no tener detractores
igual de apasionados–
optan por dos caminos: campo o
playa. Objetivo: salir de la ciudad
antes del Jueves Santo,
cuando, si te pilla dentro, o te excavas
un túnel que ni el de
Carrero Blanco o estás atrapado
sin solución. La Madrugá te arrollará
con sus marchas y su tráfago
increíble de personas, sillas,
capillitas con transistores, guiris
desencajados y nazarenos ajetreados,
siniestros y misteriosos.

Los damnificados se aglutinan
mientras tanto y echan pestes en
pelotas en la playa o haciendo
parrilladas en la sierra, esperando
que pase el tornado y porfiando
con razón contra el aparato
social, económico y religioso que
subyace a tal despliegue ‘festivo’.
Esto también se comprende.

Sólo hay un modo de acercarse
a esta fiesta sin salir escaldado:
no creerte mucho el contenido
y fliparlo brutamente con
su forma: las marchas recorrerán,
si te dejas, el espinazo, las
cajas chinas calarán en tu memoria,
las entradas y recogidas
de los pasos, en silencio o entre
enfebrecidos aplausos, te agarrarán
de las tripas y algo de ti
se quedará mudo preguntándose:
¿yo qué carajo hago sintiendo
cosas frente a un Cristo de
madera? ¿Pero yo no era ateo?
Pues sí, amigos, la complejidad
de este museo viviente puede
con todos los anatemas, te apuñala
por la espalda y te sobrepasa
con creces. En fin: sincretismo
bruto donde los haya.

Quién dijo Cuba. La consagración
de lo pagano está aquí, a
las once de la mañana en la calle
Parras, viendo el regreso de
la Macarena. Inexplicable. Inimitable.
Pruébelo o rechácelo.
La indiferencia no se contempla.
Eso es así.




Glosario básico

Capillita: hombre generalmente homosexual
renegado que vive con su madre
y para, por, desde y durante todo el
año enfocado al cuidado y goce de las
excrecencias diarias del rito.

Salida/Entrada: malabarismos que
hacen los embrutecidos costaleros
para sacar y devolver los pesadísimos
pasos de los templos.

Bulla: estrujamiento de personas en
torno a un paso o lugar estratégico. Se
conocen casos de muerte por asfixia o
devoción repentina.

Marchas: factor musical y fundamental
para comprender la efectividad de la
cosa. Ni el mismísimo Gershwin soñaría
con momentos como algunos de la
marcha del Valle o Amargura. Impepinables.

Grúa: la que se lleva tu coche por
ponerlo en ese lugar repentinamente
prohibido.

Cádiz: refugio de los damnificados.

Guapa: las vírgenes, todas, madres,
diosas, hermanas, bellas, sufrientes,
humanas.

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