Krzysztof Kieslowski
no era un
director de los
márgenes: contaba
historias para un público
determinado y no se oponía
a la dramaturgia clásica
que, según él, respetaba las
leyes fundamentales de la vida.
Como otros artistas polacos
que trabajaron desde la
mitad del XX (Kantor, Grotowsky,
Wadja o Polanski) su
obra desarrolla una mirada
personal tan problemática
como atractiva.

Su concepto de dramaturgia,
especialmente de los
plot points, subvierte el determinismo
de la acción clásica
de la que resulta el personaje.
Si en palabras de
Aristóteles puede haber tragedia
sin caracteres pero no
sin acción, vemos ahora que
puede haber tragedia sin acción,
pero no sin azar; o mejor,
que ‘debe’ haber caracteres
sin tragedia, pero no
sin azar. Movimiento imprevisible,
suspensión como
tempo necesario para que
nazca la acción. Percibir ‘el
aroma del aire’, condición
primera para el creador polaco,
sería engendrar la posibilidad
de lo incierto, desplegar
en el celuloide una intuición
de azar. Kieslowski
no obtendría a los personajes
de sus acciones, los dispondría
estratégicamente
hacia ellas: seres de mirada
límpida, lo suficiente para
dejarse trazar por una fenomenología
de la suerte.
Inmersos en este movimiento
espiral entenderíamos
su casual llegada al cine -dos veces suspenso el ingreso
a la Escuela de Cine de
Lodz, predispuesto a la dirección
teatral-, y también su retiro
en 1995, no ‘jubilado’ sino
como alguien que lamentaba
haber abandonado su
vida, olvidado del face à face
con la imprevisibilidad.

Acercamiento al cine no
vocacional, más lector que
espectador pero incapaz de
‘filias’, su cine está exento
de cambios. Quizá hallemos
un abandono de la temática
política, aunque lo que ésta
ponía en juego era un espejismo
de voluntad a personajes
deseosos de interpretarse
(Witek en El azar, pero
no ya la Ursula de Sin fin).

Mirar de refilón su materia
expresiva replantea además
el concepto de ‘ficción’:
tras su especialización como
documentalista en Lodz y
sus investigaciones en el docudrama
(en la fallida Eva
Ewina,1974, quiso rodar la
vida de una niña hasta el nacimiento
de su primera hija)
se entregó a un mundo ‘no
real’ en busca de actores que
se pareciesen a sus personajes
rodándolos casi por casualidad,
encontrándolos en
un retrovisor, en el reflejo de
la ventana; ellos mismos
huidizos, sensibles a las luces,
a los ruidos, a los recuerdos,
con la mirada fuera
de campo o internándose en
espacios ajenos. Sujetos-receptáculo
que buscan signos,
en continua comunicación
con su entorno. El mejor
ejemplo es La doble vida
de Verónica, donde Weronika
se refugia en una presencia
ajena que intuye,
mientras Véronique busca
desvelar al marionetista en
la tramoya, se une a él eróticamente
con la mirada puesta,
sin embargo, en la foto de
su doble, en una fraternidad
desigual a la que no puede
volver el rostro.

No matarás replantea el
valor de los mandamientos
en la actualidad: un joven,
un abogado y un taxista están
cosidos a un mismo destino,
dispuestos a encontrarse
sin que las junturas de su
unión tengan nombre aún.
Sólo el azar designará a la
víctima y al asesino. Lo inexorable
de la ley choca así
con lo accidental de los encuentros,
con el laberinto
emocional que trastoca la
piedad en crueldad imperceptiblemente:
el joven que
restaura la foto de comunión
de su hermana muerta será
juzgado como asesino. Azar
y fatalidad se confunden y
dan lugar al vértigo: el fino
hilo que une a todos y que
Véronique disponía, juguetona,
sobre las gráficas de su
propio cardiograma.