Uno de los grandes éxitos del año cinematográfico, 'Skyfall', aprovecha el regreso del agente 007 para proyectar mensajes reaccionarios y antipolíticos.

La saga cinematográfica de James Bond incluye muchos de los vicios propios de la acción fílmica mainstream: androcentrismo, fascinación por las armas y la fuerza, concepción personalista de justicia... Quizá sin proyectar una agenda política tan clara como algunas macho movies del reaganismo, ha reflejado parte de la cosmovisión
anglosajona dominante en los últimos 50 años, desde su origen heredero del cine de aventuras explícitamente coloniales hasta su fácil acomodo en un presente de globalización e hiperconexión aeroportuaria.
Tras Muere otro día, la franquicia Bond inició una nueva etapa con un nuevo intérprete, Daniel Craig. El inglés se estrenó con un díptico de películas estrechamente vinculadas argumentalmente, Casino Royale y Quantum of solace. Ambas escenificaban una cierta ruptura con diversos aspectos de la tradición: se dejaba de lado la faceta más kitsch de la propuesta (ya matizada en entregas anteriores), desaparecían la mayoría de los personajes recurrentes y se cedía todo el protagonismo a un héroe más lacónico y hosco. Curiosamente, la saga buscaba inspiración en un 007 del nuevo siglo como Jason Bourne.
El pasado nunca muere
Con su metraje desmesurado y sus ambiciones dramáticas, con su mezcla de continuismo y renovación revivalística, la reciente Skyfall parece replantear el futuro de la franquicia como hizo Casino Royale. Quizá a causa de su larga preproducción y a la firma de un director de renombre como Sam Mendes, la película va más allá de la asunción
inercial de las convenciones del thriller de acción. Y el resultado es un blockbuster, si no de tesis, como mínimo con un paisaje emotivo nostálgico y reaccionario.
Cinematográficamente, sus responsables apuestan por incrementar las distensiones humorísticas y resucitar a algunos roles secundarios. Esa es la vertiente más luminosa del proyecto: una cierta añoranza por aquel espía pulp que seducía (y mataba) con una sonrisa en los labios, que se movía en un universo de certezas, de héroes y malvados a uno y
otro lado del Telón de Acero.
El Bond de Brosnan ya había tenido que adaptarse a la caída del muro de Berlín, enfrentándose con magnates de la comunicación con ínfulas de supervillanos. Pero no proyectaba la nostalgia implícita en una Skyfall condenada a transitar un mundo ambiguo y que, aunque tiene mucho de infantil y escapista, no se rinde incondicionalmente a la
nostalgia. El pasado también tiene sus claroscuros, porque el nuevo antagonista de 007 es un lúgubre vestigio de las luchas subterráneas entre Estados, un antiguo agente británico dado por muerto y renacido como ciberterrorista vengativo. Vencidos los monstruos del capitalismo global que poblaban Casino Royale y Quantum of solace, la amenaza surge del mismo MI6, de un villano desfigurado por las cápsulas de cianuro tan emblemáticas de la Guerra Fría.
En el Hollywood de esta década crece una sensibilidad antipolítica que empatiza con las cloacas del estado
La fantasía de la vuelta atrás en el tiempo llega a su cénit en el último tramo de la narración, posiblemente el más cuestionado por la crítica. Bond vuelve a su casa familiar en la campiña escocesa, en un regreso al pasado que condiciona sus artes asesinas: sin gadgets tecnológicos, se enfrenta a un largo combate de supervivencia armado con viejas escopetas y cuchillos de caza. Vence la Gran Bretaña más atávica, y lo hace de una manera sucia y trágica. Pero un epílogo amable, con reintroducción incluida de un viejo personaje secundario, diluye posibles amarguras.
La democracia no es suficiente
En repetidas ocasiones ha quedado de manifiesto la escasa capacidad del audiovisual anglosajón reciente para criticar con consistencia el statu quo. Tanto las dramatizaciones del crack financiero como las ficciones de la guerra contra el terrorismo han comentado el presente con una timidez perturbadora. En el valle de Elah, por ejemplo, retrataba a una sociedad abatida por el embrutecimiento psicológico de sus jóvenes soldados, pero no parecía lamentar la muerte de iraquíes. A su vez, Green zone proponía una peculiar lectura de la invasión de Iraq: señalaba acertadamente los intereses políticoeconómicos de la Administración Bush, pero retrataba con simpatía a una CIA sorprendentemente prudente en sus consejos sobre política exterior.
Este último filme puede entenderse como un rizar el rizo en el largo camino transitado por el cine estadounidense desde los años ‘40 y ‘50. Queda muy lejos el Hollywood que afrontó la II Guerra Mundial promoviendo la fe ciega en las instituciones, y crece una sensibilidad antipolítica que no tiene nada de antisistema, puesto que empatiza con las cloacas del estado. Los Vengadores es otra materialización, más fantasiosa, de ese discurso. Quizá los responsables de esta adaptación del cómic Marvel querían hacer un guiño al malestar ciudadano hacia sus gobernantes, impulsores de dos guerras y un rescate bancario. Pero no supieron, o no quisieron, eludir la vertiente más inquietante de las ficciones superheroicas: su superficial elogio de la insumisión, de facto, acaba significando un aval a la toma de decisiones por parte de un reducido grupo de individuos.
Más taimada, y quizá más autoconsciente, la británica Skyfall también exuda antipolítica. En ella, la responsable del MI6 argumenta que los actuales enemigos de Gran Bretaña no aparecen en los mapas, y ensaya un canto a la opacidad que instrumentaliza el miedo a la inseguridad. Si Rambo decía que para sobrevivir a la guerra hay que convertirse en guerra, la mentora de Bond afirma que las amenazas clandestinas sólo pueden vencerse desde la clandestinidad.La mentora de Bond afirma que las amenazas clandestinas sólo pueden vencerse desde la clandestinidad
En paralelo, se ridiculizan las peticiones de transparencia y control democrático de los servicios de inteligencia: la parlamentaria que defiende estas posiciones es una figura torpe, egocéntrica... y cobarde. En la tradición del thriller anglosajón, Skyfall parece asumir que el marco legal es ineficaz en un contexto de (¿permanente?) excepcionalidad, y que las transgresiones filototalitarias son necesarias para mantener el orden. Si en V de Vendetta se fantaseaba con hacer explotar el Parlamento, aquí se apuesta por limitar sus funciones. Con su defensa de la autonomía de los cuerpos de seguridad, el último Bond podría considerarse el blockbuster de la Europa regida por falsos tecnócratas, que desprestigia los actuales modelos de democracia parlamentaria para ensalzar los gobiernos en la sombra.
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