Una herencia para todos y todas

Los miembros del grupo Sotz’il César, Daniel, Marcelino, Joselino y
Gilberto ofrendan una ceremonia para velar los instrumentos y la
máscara que Lisandro utilizó en Achjowen, su último montaje teatral.

24/09/10 · 11:00
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La casa en la que estamos está pasando
un largo sendero que se
abre entre milpas (maizales) de
tres metros de alto. Entrando en
ella, donde el grupo crea y ensaya,
uno comienza a entender el
camino realizado hacia la raíz de
su cultura, una cultura que fue invadida,
empobrecida y masacrada
pero que grita, canta, danza, y
se hace presente cada vez que actúa
o ensaya el grupo Sotz’il.

Como me dijo una amiga:
“Cuando vimos la obra Kaji
Imox nos dimos cuenta de que
era un grito que esperó para salir
cientos de años”. Todo el grupo
había logrado, junto al director
Víctor Barillas, recuperar un
arte ancestral que permanecía
fragmentado y aparentemente
sepultado. Observando las huellas
que dejaban las palabras de
los tatas y las nanas (abuelos y
abuelas) de su cantón en un caracol
con el que un campesino
llamaba a sus chivos, en las estelas
y cerámicas, crearon los movimientos
de su danza.

Su trabajo fue guiado durante
nueve años por el gigantesco artista
Lisandro Guarcax –no es
una exageración– ante su muerte,
eso fue lo que sentí cuando lo
vi golpeando ese tambor que
ahora está frente a nosotros.
Llegaron más hondo de lo que
probablemente ha llegado la
mayor parte de las compañías
latinoamericanas que conozco y
de aquellas que lo intentaron
con propuestas de teatro antropológico
que al final se quedaron
en una mera forma.

El Teatro de Sot’zil no se basa
en una mirada antropológica
académica, ni mucho menos en
el folklore. No busca generar un
museo de algo que ya no existe.
El Teatro de Sot’zil dice “acá estamos,
vivos. Esta es nuestra palabra,
viva. Estos nuestros cuerpos,
nuestro espíritu”. Vivo. Su
teatro es una acción por la memoria
de sus muertos, por sus
abuelas y abuelos, por su cosmovisión,
por una forma distinta
de convivir, por la tierra que
les robaron, por el idioma y el
conocimiento que quisieron y
nunca les pudieron quitar. Por
eso construyen con sus propias
manos decenas de instrumentos
con barro, huesos, cañas, con
piedras, y hacen máscaras con
sus semillas.

En la Casa Sotz’il Jay, bajo la
arreciante lluvia, vemos cómo
ubican los instrumentos sobre
una marimba cubierta con una
tela. Junto a ellos está el tambor
y sobre su cuero la máscara de
Lisandro. Allí sigue el recuerdo
de una persona querida, admirada
y asesinada de manera infame,
con unos métodos que recuerdan
de manera siniestra las
formas de matar del ejército en
el conflicto armado, un acto criminal
que se disfrazó de extorsión
y que probablemente forme
parte de los sistemáticos
asesinatos de líderes comunitarios
que luchan por los derechos
colectivos de los pueblos
originarios.

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El Teatro de Sotz’il no se basa en una mirada antropológica académica, ni en el folklore. No busca generar un museo de algo que ya no existe. MIGUEL ABELLÁN

A la población indígena se la
intenta alejar de sus raíces, de su fuerza, de su posible acceso
al poder. Y el camino de los líderes
es una forma de sembrar un
movimiento que temen quienes
siempre tuvieron el poder y, que
como demostraron hace 20
años, están dispuestos a detenerlo
comos sea. En total fueron
200.000 los indígenas asesinados
por la oligarquía económica
y los militares, quienes haciendo
el trabajo sucio lograron una pequeña
cuota de poder que ahora
comparten con los narcotraficantes,
que se arman de ex-militares
y siguen sus métodos.

Como me dijo un directivo de
Unión Fenosa en un vuelo de
Iberia, “en las zonas donde están
los narcos al menos podemos
trabajar con tranquilidad”.
En medio de este horror, sigue
el exterminio de la población indígena.
Sean hechos de manera
directa o indirecta, son los mismos
responsables.

Pero es importante no victimizar
a Lisandro. Sabía que estaba
en riesgo y decidió seguir su camino,
seguir luchando por lo
que creía. Como muchos líderes
de su cultura siguen en la defensa
de su territorio ante la minería,
ante la expropiación de tierras
y ante la represión.
Terminados los cantos, palabras
y lecturas, entré en la
habitación donde el Grupo
Sotz’il guarda sus instrumentos,
su máscaras y un altar,
donde están las figuras de nawales
mayas regaladas por
personas de la comunidad junto
a objetos que pudieran servir
para las representaciones
(dos pieles de lagarto, una cabeza
de venado...).

Marcelino, de 22 años, me dice
que todo lo que hay allí se hace
en colectivo, que aunque él se
especializa en danza, ha construido
con sus manos varios instrumentos
que muestra. Yo observo
la limpieza y cuidado, la
calidad del trabajo, el amor al
trabajo. Y siento que hay algo
que nos lleva, no sólo a la raíz
del arte y la cultura maya, sino a
la raíz de un teatro que a veces
siento lejos. La entrega al teatro,
la entrega a la comunidad. Y estando
allí, me entran ganas de
llorar, de la emoción y la rabia.

Porque uno sabe que está frente
a un trabajo importante, frente a
un proceso importante, una entrega
de las que no abundan. Y
él me dice con tranquilidad:
“Acá, entre estas milpas, está el
corazón de nuestra cultura”. Y
yo siento que hay algo del corazón
de todo nuestro continente.
Pienso en la herencia que deja
Lisandro no sólo para su grupo
sino para las personas que
hacemos teatro. Y me pregunto
cómo contar a las personas
que no conocen su trabajo cómo
es un montaje del grupo
Sotz’il, y recuerdo que ellos dicen
que su teatro sólo puede
verse. Que es una experiencia
que no se puede describir.
Y recuerdo su decisión política
de no poner subtítulos en su
obras, que son representadas en
kaqchikel y pienso que tal vez lo
hacen para que escuchemos
desde un nivel más profundo,
para que en lugar de comprender
en nuestro sentido occidental
–un comprender que tiene
tanto de poder y de protagonismo–
podamos escuchar la naturaleza,
los sonidos, el viento, lo
que no vemos, lo que no está de
manera evidente ahí.

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El Teatro de Sotz‚Äôil no se basa en una mirada antropológica académica, ni en el folklore. No busca generar un museo de algo que ya no existe. MIGUEL ABELLÁN
El Teatro de Sotz‚Äôil no se basa en una mirada antropológica académica, ni en el folklore. No busca generar un museo de algo que ya no existe. MIGUEL ABELLÁN
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