Hay que volver mañana

En el bar ideal ponen tapas. Fuera de la meseta no y eso produce oxidación moral, convence al
cliente de que todo lo que tiene en esta vida lo ha conseguido con su propio esfuerzo. Al final
desemboca en el puritanismo, el nacionalismo, la socialdemocracia y otras catástrofes del alma.

18/02/10 · 0:00
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En mi barrio todavía hay buenos
bares, pero ahora predominan
los sitios de enrollados,
que parecen neoyorkinos.
Durante los años que viví en
Nueva York no puse un pie en
ninguno de esos bondadosos
establecimientos dirigidos a
personas sin mala conciencia.
Como los bancos, yo sólo considero
solvente al que tiene
deudas. Los mejores bares de
Nueva York me parecían esos
sitios con una puerta discreta
y espesa tiniebla en el interior,
bares para bebedores solitarios,
pero tenaces, que huyen
por la mañana de la luz del día
para beber en silencio.



Cada vez hay más bares de
enrollados, comida étnica, cafés
alternativos, sitios donde
todo el mundo se parece y tiene
la misma edad y hasta la
misma ropa. Son una epidemia.
Para acogerse a sagrado,
aún quedan los tradicionales
bares madrileños. Son todo lo
contrario: reúnen a los que no
acabarían juntos jamás en ningún
otro lugar del planeta, personas
que nada tienen que ver
entre sí: el abogado del cuarto,
el fontanero, la maruja ludópata,
el yonqui sonámbulo, la
pareja que no para con las manos
bajo la ropa, el tipo que
premedita un crimen o un soneto
y esa mujer del fondo, la
que podría arruinar mi vida en
cuanto ella se lo propusiera.

Los enrollados, en cambio,
van a bares para ver sólo a
gente como ellos. Idénticos
unos a otros en su originalidad
creativa y en su necesidad de
librarse de la mala conciencia.
Es incomprensible: pero es
así. Los demás nos alegramos
de llegar al bar y ver gente que
no se parezca en nada a nosotros.
Qué alivio. Por fin. Qué
oportunidad de ser otro. Cualquier
otro.

Los bares tradicionales de
Madrid son como la ciudad:
promiscuos. Como nosotros.

Quedan miles todavía, por
fortuna. Algunos buenos bares
de mi barrio son: el Exprés
de Ana y Pedro, en San Bernardo
con Noviciado. El
Cabreira, en Ruiz y, un poco
más arriba, el legendario
Andino, donde llevo bebiendo
más de 30 años. El Compañeiro,
en San Vicente Ferrer,
Hay que volver mañana
donde mi hija ha hecho la mayoría
de los deberes. Las
Bodegas Rivas, en Palma; el
Okayama, en Carranza; el imprescindible
Maracaná, en
Olavide, con su parte de atrás,
donde jugamos al ajedrez.
Escribo en la barra, hablo con
Pedro sobre la cuenca minera,
leo la prensa, miro a las mujeres,
me como todo lo que me
pongan de tapa y pienso en mi
vida en tercera persona, con
indiferencia y sin melancolía.
Nada conocido provoca más
adhesión a la realidad.

En estos bares, a la hora del
vermú, un relámpago de felicidad
repentina sobrevuela la barra;
aletea junto al grifo de cerveza,
se eleva hacia el calendario
de pared y sale en seguida
por la ventana sin mirar atrás.
No da tiempo a capturarlo.
Por eso hay que pedir otra y
volver al día siguiente. //

Artículos relacionados en este número:

BARES
_ [«¿Es que no tenéis casa?»->10206]
_ Si todavía no se ha decidido a aplicarse el lema «Deja de beber tanta cerveza y lucha», le aportamos una visión sobre los bares, las tabernas y otros lugares comunes donde beberse el tiempo de ocio.
_ Por Juana Peña.

[Amor al bar,
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[Bares que
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[Se dice «cervecita»->10210]
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[La Bar-o-Pedia->10211]
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[Un barrio visto desde la barra->10212]
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_ Por Marc Lamarca.

Tags relacionados: Nueva York Número 120
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