‘Prefiero ser una Cyborg a ser una Diosa’, así de claro lo tuvo la feminista Donna Haraway.
Texto de helenlafloresta.blogspot.com
inforelacionada
‘En este momento, el realismo
es quizás el medio menos adecuado
para comprender y retratar
las increíbles realidades de
nuestras existencias. Quien crea
fantasías, ya sea utilizando los
antiguos arquetipos del mito y
la leyenda o los modernos de la
ciencia y la tecnología, pueden
estar hablando tan seriamente
como cualquier sociólogo, y de
manera mucho más directa, sobre
cómo se vive la vida humana,
cómo se podría y cómo se
debería vivir’.
Ursula K. Leguin
En el apogeo de la Guerra de las
Galaxias propiciada por Reagan,
la bióloga Donna Haraway
lanzó al mundo la esperanza
por un feminiso posthumanista
capaz de generar retóricas para
la comprensión del espaciotiempo
llamado tecnociencia.
En medio del fragor de los misiles,
Haraway apelaba a una figura
hija del militarismo, el capitalismo
patriarcal, el socialismo
de Estado y la ciencia ficción
para proponer un tipo de
pensamiento que calificó como
situado, distribuido y global.
Esa descendencia bastarda no
era otra que el cyborg. Como el
monstruo creado y repudiado
por Frankenstein, el cyborg de
finales del siglo XX venía a discutir
certezas, borrar fronteras
y contaminar las categorías binarias
sobre las que se basan la
vida y la muerte en el planeta.
Debemos abandonar las dicotomías
a través de las que miramos
el mundo –física y virtualidad,
naturaleza y cultura, máquina
y organismo, animales y
humanos– porque ya no están
allí para salvarnos, decía
Haraway. Ya no podemos distinguir
los límites entre unas y
otras porque han desaparecido
en el agujero negro de su propia
implosión. Desmontaba así
la ilusión del Uno que nos aboca
irremediablemente a una lógica
apocalíptica contra el otro
con una retórica enrevesada
que ponía a conversar de manera
blasfema a Marx y Bruno
Latour con escritoras del minusvalorado
género de la ciencia
ficción feminista.
Ya entrado el siglo XXI, la
criatura híbrida reclamada por
Haraway sigue interpelándonos.
A pesar de haberla replicado
hasta la saciedad en
androides sentimentales y humanos
pluripotenciados y de
habernos dejado seducir por
un horizonte de múltiples identidades
fragmentadas, la lógica
de la guerra y el relato apocalíptico
–con salvador incluido–
siguen siendo las gafas con las
que miramos el mundo.
- Escena de Blade Runner
Fukushima now
Ahí tenemos Fukushima.
Fuego. Controles de radiación.
Mascarillas. Frío. Refugios.
Miedo. Impotencia. Apocalipsis.
Now. Es tan ingobernable
la naturaleza como abominable
la tecnología: necesitamos
de Gobiernos que nos
ayuden. Mientras atemorizadas
poblaciones desayunan
con yodo, multinacionales y
Gobiernos controlan la información
e invierten en energías
eólicas. ¿Alguien ha hablado
de responsabilidad? ¿Quién se
ha preguntado a quiénes benefician
esos proyectos y a qué
precio?
Si dejamos la rugosa realidad
para adentramos en la ciencia
ficción el panorama no es mucho
más alentador. En la recientemente
lanzada serie británica
Outcasts, un grupo de
pioneros sobrevivientes a una
catástrofe lucha por implantar
una utopía en otro planeta.
Entre sus habitantes están los
replicantes AC (Cultivos Avanzados).
Ante la expansión de
un desconocido virus letal, se
duda sobre el estatus de los AC
como sujetos de derecho: ¿serán
transmisores del virus?
¿merecen vivir a pesar de no
ser completamente humanos?
Finalmente, las fuerzas armadas
de la colonia deciden exterminarles.
El mismo argumento
que Blade Runner nos ofreció
hace 20 años, exactamente
cuando Haraway recibió el encargo
que acabó en el Manifiesto
cyborg.
Sin embargo, la impotencia
que generan estas miradas es
cuestionada por un tipo de cienciaficción
(sin espacio ni guión)
que no se presenta como oráculo
apocalíptico del futuro, sino como terreno fértil para la ética.
Los universos creados por escritoras
como Octavia Butler,
Ursula K. LeGuin o Joanna Russ
exacerban las posibilidades del
presente jugando al ¿Y si...? sin
catastrofismos. ¿Qué pasaría si
alienígenas expertos en ingeniería
genética programaran una
vida postnuclear para sobrevivientes
humanos? ¿Qué contradicciones
habitaríamos en un
planeta anarquista? ¿Y si fuéramos
magos capaces de cambiar
el mundo con un hechizo? ¿O
fragmentos que viajan en el tiempo y el espacio para cuestionar
nuestras formas de vida?
Los monstruos inapropiados/inapropiables
de la cienciaficción
feminista no vendrán a salvarnos,
pero siguen prometiendo el
diseño de interferencias que den
cuenta de la amalgama incierta
de carne e información, chip y
gen, texto y virus, en que hemos
devenido. Y, sobre todo, para
preguntarnos por las responsabilidades
y contradicciones que
ese devenir plantea en el universo
del que sólo somos parte, ni
amos ni esclavos.
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