Dos miradas sobre el hambre en el cine documental

Recuperamos dos películas de cine documental. ‘Garapa’, del realizador brasileño José Padilha, y el
clásico moderno del cine documental ‘Los espigadores y la espigadora’, de Agnès Varda, muestran cómo
es posible combatir el exterminio silencioso del hambre.

23/06/10 · 7:00
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José Padilha con
algunos de los
protagonistas de
’Garapa’.

1.020 millones de personas sufren
de hambre crónica en el
mundo. Si avistamos esta suma
desde la fragmentación, el resultado
es aún más demoledor:
cada día 25.000 personas mueren
de hambre. Tan solo visualizamos
la grieta de un drama
imparable que nos debe hacer
reflexionar y nos debería hacer
actuar ante la inmoralidad de
su permanencia, y es que estamos
hablando de la vida de seres
humanos. Mientras esta suma
asciende incontenible, el
cine documental se pronuncia
desde los más diversos ángulos.

Una pieza de singular factura
progresa desde el paralelismo
de tres familias periféricas
de la ciudad de Fortaleza en
Brasil. Con Garapa (2009), José
Padilha nos conduce al mundo
de la pobreza extrema, al cobijo
de la hambruna que se traduce
en “planificar” qué día podríamos
comer y cuál no. Una lucha
a cuentagotas, un contexto
de precariedad. Desde la sociología,
acudimos al entorno de
la insalubridad, al alcoholismo
como práctica de vida, donde el
amparo de la asistencia social y
médica surca en un paralelismo
de similitudes fotográficas.

Durante poco más de un mes
Padilha retrata cada ángulo de
vida, le hace un guiño al cine documental
norteamericano contemporáneo
y, sin transgredir
los píxeles de la realidad, construye
un diario que sabe conducir
sin alterar el orden presente,
sin romper o imponer la práctica
de vida de personas que aceptaron
participar de la magia del
cine para mostrar su verdad incombustible.
El marco de este
trabajo respira desde ese blanco
y negro que la fotografía ha dejado
para la historia como una
pátina de documento.

No hace falta el acostumbrado
diálogo testimonial, –que está
presente en cuidadas dosis–. Los
personajes hablan por sí solos y
el equipo de realización deja
para el arte final auténticos retratos
fílmicos. La ausencia de
música en este trabajo le da una
mayor connotación documental.
Garapa recoge los sonidos del
entorno rural y periférico, de la
marginalidad construida en
fragmentos aislados. La banda
sonora da luz al austero testimonio
de sus correlatores, el arte
del silencio participa como parte
de un drama que lo arropa todo.
Siguiendo el eje temático y los
aportes del género al tema, debemos
detenernos en el ya clásico
de Agnès Varda, Los espigadores
y la espigadora
(2000). La
obra juega –desde el primer monólogo–
en entonación de presente
con personas que recogen
“lo desechable”, y alterna con
obras de las artes plásticas en tono
de pasado, despertando ese
ejercicio de tradición y modernidad.
Empuña su cámara y se
contornea en permanente muta-
ción personaje-realizadora para
presentarse como otra espigadora,
que apuesta por tomar lo
aprovechable.
Somos testigos de privilegio,
del esqueleto de personajes que
“construyen sus vidas” sustentadas
por los desechos de lo que
otros dejan “a buen recaudo”.
Varda desmenuza los destinos
de una cosecha de manzanas,
clasificada en aptas para el mercado
y aptas para el desecho.
Esta burda realidad implica que
contorneados alimentos que no
tengan el “90-60-90” van a parar
a la tierra.

Dos historias destacan: un camionero
que ha perdido el empleo
deriva en toxicómano, alcohólico
y precario. Este personaje
nos invita a participar desde su
propio testimonio y cotidiana
andadura, y arremete contra la
inmoralidad de desechar los
productos fuera de clasificación.
Su tránsito por los contenedores
es aprovechado por la realizadora,
que toma nota fílmica sobre
los productos que espiga este actor-
personaje. El ángulo participativo
de la cámara es cómplice
del personaje y ejemplifica el calado
moral de la autora ante esta
singular realidad.

Una gran carga de patatas es
dejada a pocos metros de Varda.
Caprichos de la naturaleza en
forma de corazón, de exageradas
proporciones, son tomados
por la cámara. La alucinación de
las formas atrapa a Varda, quien
desde la intimidad de su casa
nos vuelve a mostrar las proporciones
de estas piezas.

Es un juego de humor, de mirada
oblicua por la singularidad
de los “desechos”, que lo serán
en la medida que estos pensamientos
persistan, códigos construidos
desde las trampas del
mercado que nada tienen que
ver con la ética. Cabe hacerse
una pregunta: ¿por qué una patata
en forma de corazón no es
apta para el mercado?

La sobriedad de los planos, el
diálogo enriquecedor y diverso
de los testimonios, junto al verbo
de Varda, rompe toda duda
de estética manipulada. La ética
con que desarrolla este tema
está representada por la narrativa
retórica y una sólida
argumentación. Un punto de
vista subyace en toda la película:
la crítica ante la filosofía de
las grandes superficies. Agnès
Varda traza su discurso desde
el refinamiento irónico presente
como una lanza visceral y
comprometida.

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