Él'
El discreto encanto de un hombre de bien



LUIS BUÑUEL (1952)

04/10/07 · 0:00
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LUIS BUÑUEL (1952)

Él es una buena prueba
de que Buñuel
fue uno de los mejores
directores de cine que
ha habido. De sus diez o
doce obras maestras, ésta
es una de ellas. En una
imaginaria lista de todas
ellas ocuparía, sin lugar a
dudas, uno de los primeros
puestos.

En Él, película mexicana
de 1952, está ya todo
Buñuel: el fetichismo (en
este caso centrado en los
pies y en los zapatos), el
contexto judeocristiano
que convierte en pecado
ciertas prácticas sexuales
(haciéndolas así todavía
más excitantes), ciertas
perversiones humanas, el
amor loco (que tanto gustaba
a los surrealistas), la
crítica a la doble moral
burguesa y ese gusto tan
propio del autor de enfrentar
el erotismo con la religión
y la racionalidad con
los instintos.

Él es un retrato magistral
de un paranoico, don Francisco,
que es ‘un hombre de
orden’, católico, conservador
y, por supuesto, un
hombre resentido y desconfiado
por naturaleza;
“un perfecto caballero cristiano
que podría servir de
ejemplo”, según lo define
su padre confesor; un hombre
de bien, en fin, capaz
de decir “me hace daño la
felicidad de los tontos”.
También, la historia de su
comportamiento neurótico,
después de llegar virgen
a los 40 años, tras contraer
matrimonio con una
mujer llamada Gloria. Y
una radiografía del matrimonio
tradicional y de las
contradicciones, humillaciones
y vejaciones que albergaba
en su interior, con
el marido dominante y la
mujer sumisa y dependiente
en muchos casos, en la
que pueden rastrearse ciertas
raíces de la violencia de
género y del fracaso del
modelo de pareja.

La película contiene una
definición del amor loco,
del amor romántico por
excelencia, que Buñuel,
con su ironía habitual, pone
en boca del protagonista:
“yo no creo en el amor
preparado ni en ese que,
según dicen, nace con el
trato, sino en ese otro que
surge de improviso, bruscamente,
cuando un hombre
y una mujer se encuentran
y comprenden que ya
no podrán separarse nunca”.
Y secuencias inolvidables
como la que sucede
en el campanario que, con
planos casi idénticos, es
un precedente de Vértigo
de Hitchcock; y esa otra-
inolvidable por brutal- en
la que, armado con una soga,
una cuchilla de afeitar,
un poco de algodón, un hilo
y una aguja trata de inmovilizar
a su esposa
mientras duerme con la
pretensión de practicarle
una ablación y de coserle
los labios del sexo.

El pensador y psicoanalista
Jacques Lacan la proyectaba
en sus clases como
ejemplo de neurótico que
se vuelve paranoico y, sobre
todo, de los celos como
patología compulsiva. El
personaje es víctima de
unos delirios que, conforme
transcurre la cinta, van
en aumento, hasta llegar a
la penúltima escena, que se
desarrolla en el interior de
una iglesia, en la que tiene
tales alucinaciones que
cree que todos los asistentes,
incluido el sacerdote,
se burlan de él, y que muestra
ya el punto irreversible
de su locura. Por último,
tras causar y padecer tanto
sufrimiento (en algunos
momentos llega incluso a
suscitar compasión), surgen
imágenes de un convento
franciscano donde,
unos cuantos años después,
el perturbado mental
parece haber encontrado,
por fin, “la paz del espíritu”,
cerrándose así una de
las más grandes películas
de la historia del cine.

En Él -aparte del humor
subterráneo de Buñuel,
que juega con el personaje
como si fuera un insecto y
lo tuviera, indefenso, entre
sus manos- también puede
intuirse ese fondo humanista
del director turolense
que usaba el cine para remover
conciencias, plantear
dudas, dinamitar convencionalismos
y, sobre todo,
como un instrumento
más con el que alimentar el
cauce del que brotan las
fuentes del conocimiento.

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