Una comedia social

Entre esas dos grandes obras maestras que son
Las uvas de la ira y ¡Qué verde era mi valle!, el
maestro John Ford realizó una película, La ruta
del tabaco –recientemente editada en DVD–, tan
interesante como desconocida, junto a las anteriores,
formaría una trilogía de cine protagonizado
por los más desprotegidos y cuyo telón de fondo
serían los estragos de una recesión económica.
La película, que es un retrato social de una época
–en este caso la Gran Depresión de los años
‘30– narra en clave de comedia (algo inesperado

06/11/09 · 1:04
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Entre esas dos grandes obras maestras que son
Las uvas de la ira y ¡Qué verde era mi valle!, el
maestro John Ford realizó una película, La ruta
del tabaco –recientemente editada en DVD–, tan
interesante como desconocida, junto a las anteriores,
formaría una trilogía de cine protagonizado
por los más desprotegidos y cuyo telón de fondo
serían los estragos de una recesión económica.
La película, que es un retrato social de una época
–en este caso la Gran Depresión de los años
‘30– narra en clave de comedia (algo inesperado
en Ford y que la distancia del tono grave de los
otros dos títulos), la historia de una familia de
granjeros de los Estados del Sur, los Lester, que, después de varios
años de nulas cosechas, reciben un día la notificación de que su hacienda
va a ser embargada si antes no hace frente a las deudas contraídas
con una entidad bancaria. Una comedia social, en fin, con
abundantes gags que echan sus raíces en las mejores películas del
género del cine mudo en las que, en no pocas ocasiones, los actores
acentúan o subrayan los gestos para darle cierta teatralidad a la escena,
que la descargan de buena parte de su peso dramático y nos la
hace mucho más digerible. Entre los actores que aparecen puede
destacarse la presencia de Charley Grapewin, así como la de unos
cuantos habituales de la llamada “Compañía Estable de John Ford”
y, sobre todo, la belleza indiscutible de Gene Tierney que el propio
director intenta afear sin éxito, que llena de un soterrado y candente
erotismo buena parte de las escenas en las que aparece.
Al igual que en muchas otras de sus películas, el autor de
Centauros del desierto no oculta su gusto por los rostros trabajados
por el tiempo, su debilidad por los primeros planos de los actores, su
ternura y empatía por los más necesitados, la añoranza por un pasado
de mayor esplendor, ese aire tan melancólico de fin de una época
que se respira en muchas de sus secuencias, y esa nostalgia llena de
lirismo que, por un momento, nos deja la posibilidad de imaginar
que las cosas bien podrían haber sido de otra manera.
Aun tratándose de una comedia, Ford aprovecha para hablarnos,
muchas veces entre líneas y de una forma tangencial, de cosas mucho
menos livianas como son las humillaciones a las que, a veces,
nos puede someter la pobreza; de la religión como narcótico y consuelo
frente a las desgracias; de la ingratitud de algunos hijos; de la
injusta soledad de los mayores; de la inmoralidad de los bancos; de
las –a pesar de todo– pequeñas ilusiones de la gente humilde; de cierto
tipo de silencios que no indican aprobación ni sumisión sino tan sólo desigualdad en la conversación; de la indignidad de los poseedores;
de las condiciones de vida mínimas de la población rural de la
época que, en cierto modo, sufrirían unos pocos años después de
manera similar los habitantes del campo español que vivieron la primera
posguerra; del destino injustificable de los desfavorecidos, etc.
De La ruta del tabaco, en fin, podría decirse que, a pesar de contar
con un trasfondo triste y doloroso, posee un tono despreocupado y un
ritmo de comedia ágil, como si el autor de La pasión de los fuertes, imponiéndose
un reto, se hubiera propuesto hacer una película para una
tranquila y perezosa tarde de verano, al igual que muchos de sus western,
con un aire ligero que la alejara de cualquier gravedad existencial
y que, por un momento, nos hiciera más agradable la existencia.

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