Hubo un tiempo en el que la vida, y la ficción audiovisual, seguían un cauce que iba a dar a la mar, que es el morir. Con la entrada en el siglo eso ha saltado por los aires y ha hecho bum.

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La gente muere. Todo el mundo. Pronto o incluso un poco más pronto. En medio pasan cosas. La diferencia entre los seres humanos y los animales es que nos contamos historias, que le damos sentido a esas cosas. La muerte contada tiene sentido, pero la muerte no tiene sentido. O no tiene por qué tenerlo. En el relato las muertes están ordenadas. Pasan cuando tienen que pasar, suceden como tienen que suceder.
Comedia de los ‘90: Rachel Green entra en el Central Perk escapando de su boda. Inicia una nueva vida. Se hace independiente. Se abre una pregunta, ¿qué pasará? Los castos ‘90 de la posmodernidad y el neoliberalismo si miramos a la superficie. Habrá que ver. Friends termina en boda, en bodas. Si Friends siguiera el tiempo suficiente acabaría con funerales, pero claro. El final es la estabilidad, lo inmutable. Y son bodas. Por el camino, eso sí, había alguna duda. En el ahora nos preguntamos ¿Cómo conocí a vuestra madre? La sitcom post-Friends es, sorprendentemente, más conservadora que aquélla. No hay dudas. Puedes estar tranquilo. Te casarás, tendrás un hijo y una hija que escucharán tus mierdas en el salón de una casa chachi. Todo irá de malo a bueno. De los funerales, ni rastro también.
Las narraciones tradicionales se ocupan de los finales, y los finales pues son la muerte de la narración en sí, reproducen esa muerte: son estables, inmutables. Y así, el amor romántico es lo que, de hecho, no vemos. Las historias nos cuentan la conquista, nunca lo que sucede después.
Pero hubo un tiempo en que las historias tenían cuatro actos. Por eso Frodo vuelve a casa tras dejar el anillo en el monte del Destino. Para recordarnos que lo que pasa no “despasa”, sino que nos pasa, nos cambia, nos hace, a veces, incluso monstruos que no pueden soportar el mundo creador por sus acciones, aunque sea un mundo mejor. Por eso V se vuela por los aires al final de su vendetta. El cuarto acto, las consecuencias, borrado, desplazado... O convertido en objeto de su propia narrativa en tres actos, eso que llamamos narraciones crepusculares, que empiezan al final de todo. Empiezan en el lugar dónde estamos ahora: al final de algo.
Entonces llega internet y rompe algunas cosas. La narración ya no es cronológica, es cartográfica, es multiversal. La narración es breve y dispersa. Una web nos muestra siempre múltiples opciones, son trayectos, viajes... La narración ya no tiene principio, nudo y desenlace. Es una historia disgregada, proliferante, mutante, que se termina por motivos azarosos, que no llega a conclusiones claras. Se parece un poco más a la vida, quizás. Desde luego tiene menos sentido. Las cuentas de Twitter y Facebook de las personas que mueren se quedan ahí, flotando, en el último post, el último RT... ¿Qué sentido tiene eso?
Así que los relatos entran en conflicto con sus finales entre los que aportan estabilidad y los que aportan dispersión, entre la materialidad conservadora de los tres actos que garantizan un “para siempre” y el horror vacui de la disgregación de la multiplicidad y la proliferación de las redes, la sensación de que todo siempre es más de lo que vemos.
Una diferencia que se reproduce en la posibilidad de intervención que nos ofrecen estos relatos. Entre la calma del espectador, que sólo tiene un trabajo de consumo y recodificación y los actuales prosumidores, permanentemente en proceso de trabajo creativo, con la vida misma convertida en el relato transmedia del que comen Facebook y Twitter.
¿Que hay entonces de lo hípster? Lo hípster es la forma de vida más reaccionaria porque elige lo peor de ambos mundos. El egotrip en permanente actualización, la empresarialidad de sí, la subjetividad narcisista de las redes, mezclados con unas expresiones culturales que dicen a gritos “nostalgia”, “esencia” y “autenticidad”, todo ello unido a la negación de la comunidad y la interdependencia. Es decir, una autenticidad sin vínculo y sin comunidad, sin responsabilidades compartidas y, sobre todo, sin rastro, sin herida.
El presente perpetuo e inmortal de la economía liberal. Vidas que viven en el cielo del producto sin bajar jamás al infierno de la producción.
Vidas, en fin, que creen que no mueren. Es decir, que ya están muertas. El signo de los tiempos: zombies.
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