La búsqueda del éxito a cualquier precio empaña la figura de Louis Ferdinand Céline. Un libro desmonta las corazas que se pusieron a su obra.
Nadie acierta a adivinar los derroteros por los que se va encauzando el canon literario. Amén de una escritura potable, suele ser conveniente disponer de un aguerrido ejército de críticos mandarines decididos a dejarse la piel en el campo de batalla. La conquista de la inmortalidad deviene muchas veces en un cruel e injusto combate, con cadáveres exquisitos yaciendo en las cunetas y frágiles ídolos de barro luciendo en los altares.
El triunfo de Céline se ha erigido en uno de los más polémicos a causa del descubrimiento por parte de las huestes enemigas de escabrosas intimidades de su pasado El triunfo de Céline se ha erigido en uno de los más polémicos a causa del descubrimiento por parte de las huestes enemigas de escabrosas intimidades de su pasado. Si no fuera por nuestra alergia ancestral a la cultura, su caso, como ya ha ocurrido en la erudita Francia, habría monopolizado alguno de esos espacios de la televisión proclives a airear sin pudor las vergüenzas del vecino. Cada una de las revelaciones sobre la biografía real de Céline, y no la que él se tejió a la medida como un sastre eficaz en el disimulo de los más pronunciados michelines, nos somete a sus admiradores a una dura prueba de desmitificación.
Nos había cautivado tanto la imagen de izquierdista desencantado, preso de una rabia desatada hacia todo y hacia todos que destilan sus libros Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito, que nos cuesta aceptar que detrás de esas corrosivas obras se escondía en realidad un cobarde aristócrata aficionado al nada honroso hobby de difamar a cuanto judío se le pusiese por delante. Y por mucho que nos consolemos tras el parapeto de esa conocida teoría literaria que disocia al autor bellaco del texto excelso, una pregunta nos sigue remordiendo la conciencia: ¿por qué a Céline lo hemos colocado en el panteón de los ilustres, junto a Camus, y no en el callejón de los infames, al lado de Riefensthal? La respuesta no puede resultar más inquietante.
¿Por qué a Céline lo hemos colocado en el panteón de los ilustres, junto a Camus, y no en el callejón de los infames, al lado de Riefensthal? La respuesta no puede resultar más inquietante El ensayista Michel Bounan la perfila con evidente pesimismo, es decir, con evidente realismo, en su libro El arte de Céline y su tiempo publicado por Pepitas de Calabaza. Su acusación apunta a la miseria moral que circula, más rápida que el AVE, por las venas nada doctas de nuestros días. La sabiduría, lenta y dubitativa, de las tertulias de los cafés de antaño ha quedado relegada ante los eslóganes cínicos y urgentes de los másteres empresariales.
Céline conocía bien esta ponzoña y, cual aplicado discípulo de la modernidad, buscó el éxito literario a cualquier precio. No le importó mentir simulando ser lo que no era, un individuo más allá del bien y del mal, y para ello, edulcoró su nihilismo a través de un lenguaje soez, brutal, canalla, que se alejase de los tics amanerados de la prosa burguesa de Proust y se aproximase a la jerga callejera de los parias de la tierra. Gracias a esta pose marginal, supo embaucar a un público adormilado, hueco, ansioso de autenticidad con la que rellenar el vacío de sus conciencias.
Vivimos rodeados de tanto fraude social, político y, cómo no, económico, que buscamos destellos de la verdad platónica entre aquellos genios del arte que deambulan sobre la frágil cuerda de la esquizofrenia. Ya dejó escrito el psiquiatra y escritor Jaspers en su esclarecedor Genio y locura que sólo los artistas locos nos pueden asegurar el dolor real de su sufrimiento. Por eso adoramos las obsesiones por Los girasoles de Van Gogh; las devociones por los tarareos de Gould; las manías por las Coca Colas de Panero. Claro que resulta muy distinto ser un loco auténtico que hacerse el loco como se hizo Céline. Al descubrir su sobreactuación, el aplauso, entonces, se torna en reproche, el elogio, en desencanto. Su literatura, basada en la sinceridad, se deshace como un azucarillo, ya que aparece en el fondo de su prosa, como un poso amargo, la actitud ambigua de un oportunista. Tiene esta pega el pasarse por un literato de izquierdas, que si te pillan escribiendo pasquines antisemitas, has de pagar tarde o temprano la penitencia. Vamos, es como si descubriéramos a Delibes de capataz de inmigrantes ilegales. Los santos inocentes ya no serían tan inocentes.
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