Canciones que atrapan el fuego

Sobre cómo Robert Nesta Marley conoció las
torturas del sistema, regresó a su isla, conoció
las ideas del rastafarismo y se convirtió en un
referente de masas que aún hoy influye a
través de sus letras de amor y rebeldía.

02/08/10 · 7:52

21 de mayo de 1981. Jamaica
entierra a Bob Marley con honores
de Estado. En el ataúd,
junto a su cuerpo, una Biblia y
una guitarra: imagen casi perfecta
para describir aquello que
Marley intentó expresar a través
de sus canciones. Religión y
música; fe y resistencia; esperanza
y revolución. Al mismo
tiempo es también ésta una
imagen casi perfecta para entender
las contradicciones de
una figura que cada día está
más cerca del mito que de la realidad;
más próxima al profeta
redentor que al rude boy, al chico
de barrio, que con su talento
escapa del gueto y –no es poco–
se salva a sí mismo.

Finalizada la Segunda Guerra
Mundial la población rural
de la isla, empobrecida por las
políticas coloniales del imperio
británico, comienza a acudir en
masa a la capital en busca de un
trabajo que tampoco existe allí,
lo que crea bolsas de miseria en
el extrarradio de la ciudad. Los
jóvenes de estos “bajos fondos”
ven en la delincuencia el único
camino hacia el éxito. Influenciados
por la cultura popular
norteamericana crean bandas y
adoptan la actitud y la estética
de los gangsters de las películas
de Hollywood. Los músicos, por
su parte, adaptan a los patrones
caribeños el r&b y el jazz, creando
el ska y más tarde el rocksteady,
banda sonora de niños
con pistola y matones con sombrero
y tirantes; violencia callejera,
guerra de pandillas, desigualdad
social; pobreza. En las
calles de Trench Town, en los
suburbios de Kingston, aprende
Bob que nadie regala nada, pero
también encuentra en la música
una forma de organizar el
odio, y de transformarlo.

En 1966 viaja en busca de
empleo a Delaware, a la Costa
Este de Estados Unidos, donde
vive su madre desde hace algunos
años. Como descendiente
de esclavos –aunque es hijo de
madre negra y padre blanco
Marley está profundamente
orgulloso de su herencia africana–
se identifica con el movimiento
por los derechos civiles;
como empleado de limpieza
en un hotel descubre la carrera
de ratas que es el capitalismo. Tras ocho meses regresa
a Kingston, cuando el Gobierno
estadounidense le informa
de que debe realizar el
servicio militar. “¿Qué te ha
pasado en el pelo?”, es lo primero
que le pregunta su mujer
al volver a la isla, cuenta uno
de sus biógrafos.

Rastafar I

Lo que ha pasado, no en la cabeza
de Rita Anderson sino en
toda Jamaica mientras Marley
ha estado ausente, es la visita
de un tal Tafari Makonnen, más
conocido como Haile Selassie,
emperador de Etiopía. Sobre este
curioso y más bien sombrío
personaje, que llegó al poder en
1930 y gobernó con mano de
hierro el país durante casi cinco
décadas, confluyen una serie de
creencias basadas en el cristianismo
copto, el judaísmo, el panafricanismo
y las teorías del
“retorno al hogar” impulsadas
por Marcus Garvey, empresario
jamaicano que puso en marcha
una compañía de barcos, la
Black Star Line, con la intención
de llevar a la población negra
americana de nuevo a África.
Coronado Selassie, todas estas
ideas cristalizaron en los
años ‘30, en la pequeña isla caribeña,
en el movimiento rastafari:
individuos que rechazaban
por completo el sistema y veían
en el dictador etíope nada más
y nada menos que al mismísimo
Dios hecho hombre.

Si bien los rastas durante
mucho tiempo habían sido rechazados
y marginados por la
sociedad jamaicana, con la visita
del ‘negus’ (rey de reyes)
su filosofía cala en una parte
importante de la población
–más de cien mil personas acuden
a recibirlo a su llegada al
aeropuerto, entre ellos, los
Wailers–. La actitud rebelde de
los rudies se mezcla con el
mensaje de libertad que pregona
el pensamiento rastafari, algo
que, unido a las propias convicciones
sociales y políticas de
Bob, comienza a dar forma a
un estilo que integra lo poético
y lo material, las reivindicaciones
y el optimismo, la rabia y el
amor. Por otro lado, el rocksteady
se ha transformado en algo
llamado reggae: lento, reflexivo,
hipnótico; que se toca
a base de contratiempos, síncopas
y guitarras marcando el
offbeat; algo que se escucha a
ritmo de ganja. En la música
de Marley el reggae se declara
heredero del blues y comparte
su función de memoria colectiva,
de canto de los oprimidos;
y a la vez es una herramienta
de cambio y revolución: el arma
definitiva de quien prefiere
disparar palabras.

De hecho, la banda es presentada
fuera de Jamaica, en los
primeros ‘70, no como una formación
de reggae, sino como un
grupo de rock. A pesar de esto
algo hay, más en su carácter
que en su sonido, que lo aleja
de esa órbita. Marley es un arma
de doble filo para la industria
discográfica: aunque tiene
una faceta que puede explotarse
comercialmente, hay otra
parte suya que no hace concesión
alguna al establishment y
que provoca que sus canciones
se censuren en numerosos países,
sobre todo africanos.

La obra de los Wailers –sin
Peter Tosh ni Bunny Livingston
desde 1973– mantiene
durante varios álbumes ese
equilibrio entre lo radical y
lo positivo, entre la Biblia y
la Gibson. Sin embargo, poco
a poco, el discurso rastafari
se va adueñando de las
letras. Las metáforas de resistencia,
en las que el movimiento
punk había visto una
música hermana, comienzan
a entenderse literalmente: la
esperanza de que todo irá
bien por intervención divina
provoca que se ignoren los
problemas reales; la certeza
de que Babilonia caerá contrasta
con una Jamaica prácticamente inmersa en una
guerra civil.

Un año después de morir
Marley, el FMI dictamina las medidas
económicas que debe
adoptar la isla, totalmente endeudada,
para poder seguir recibiendo
préstamos: tratados de
libre comercio, desaparición de
aranceles y de la ayuda a la producción
nacional, entrada de las
transnacionales, etc. Como resultado
aumenta la desigualdad
entre ricos y pobres y crecen los
guetos, que prácticamente terminan
frente a los lujosos y amurallados
barrios de las zonas altas.
Babilonia parece no tener intención
de derrumbarse; incluso
se escucha por sus calles alguna
canción de los Wailers, de ésas
que suenan a menudo en las radiofórmulas.
Pero las otras también siguen
sonando aunque, enterradas,
tienen que esperar para salir a la
luz. Aquellas que hablan de despertar
y vivir, de mantener la llama
encendida, de iluminar la oscuridad.
Canciones de libertad
que atrapan el fuego.

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