Este es fruto de un día junto a Leopoldo María Panero, insumiso a los poderes y a la propia Literatura.
- Un mensaje para el 12M15M desde el barrio de internet
- Balance represivo del 12M15M madrileño: 28 detenciones y 560 personas identificadas
- Las luchas por la vivienda y la educación aplican sinergias del 15M
- Seis meses para recoger 500.000 firmas y llevar al Congreso la dación en pago retroactiva
- Las cuencas mineras en Asturies buscan su efecto contagio
Os lo juro, a lo lejos daba un aire
un tanto fantasmal: una decena
de pañuelos flotaban a su alrededor,
como movidos por un hilo
invisible. Era él, no cabía duda.
Habíamos llegado minutos antes
de las cuatro de la tarde a la calle
Triana, justo en el centro comercial
de Las Palmas, y no pude evitar
confesarle a mi acompañante
que primero tenía que tomarme
un café. Necesitaba un poco de
aplomo y también cierto temple,
al menos antes de encontrarme,
nada más y nada menos, que con
el poeta Leopoldo Panero, aquel
que en alguna ocasión a todos
nos ha conmovido y helado los
huesos de una u otra forma, ya
sea con la descarnada y brutal
honestidad que reflejó en el monumental
trabajo de Jaime
Chávarri El Desencanto como en
su numerosísima obra publicada
e inédita (su cabeza es como una
enorme biblioteca viva).
Así que allí estábamos, a punto
de establecer contacto, pero
¿qué tipo de encuentro íbamos a
tener? “Hay que llamarlo un día
antes, porque con él de nada sirve
hacer planes con antelación.
Debéis llamar a primera hora del
viernes y fijar la reunión para el
día siguiente”, nos había confesado
nuestro contacto en Las
Palmas, ciudad donde desde hace
nueve años malvive recluído
en un hospital mental, una “cárcel
donde permanezco secuestrado
y torturado –tal y como nos
aseguraría al preguntarle qué tal
se sentía– Lo de Rasputín fue
una noche y a puerta cerrada,
pero esto es todavía peor”. Sale
a diario, desde primera hora de
la mañana, y entonces pasea por
el centro de la ciudad hasta que
llegan las ocho de la tarde, momento
en que debe regresar. Son
numerosas las anécdotas que se
cuentan acerca de aterrorizados
camareros que huyen espantados
por el descarado hooliganismo
del que hace gala nuestro
hombre, encuentros fortuitos
con fans o aquel amigo al que se
le acercó un señor (que resultó
ser el propio Panero) y le dijo
que le recitaría un poema a cambio
de un pitillo.
Las instrucciones eran claras:
cuatro de la tarde, calle Triana,
justo frente al McDonalds
(mensaje de móvil que recibí
esa misma mañana: “¿Crees
que Panero será de cheeseburger
o de big mac?”). Y allí estaba,
sentado en un banco, haciendo
lo que parecían trucos
de magia con una decena de pañuelos
de papel.
Es cierto. Con Panero puede
sucederte cualquier cosa y cuando
digo cualquier cosa me refiero
a eso mismo: una apabullante
lengua que es capaz de dejarte
petrificado en la silla, un arrebato
de ira, escupitajos, tocamientos,
poemas declamados en mitad
de la calle, esquinas que sirven
para lo que un día fueron
(orinar, palabras al oído, desaparecer
de pronto) y, por supuesto,
estar preparado para entrar en
el ring de la literatura de combate.
Hay que perder el miedo, porque
en caso contrario se renuncia
a jugar. Y con Panero hay
que jugar, mucho y a cara descubierta,
especialmente cuando
conoces perfectamente que todo,
absolutamente todo, lo que
ha hecho y hace este hombre no
es más que un gigantesco juego,
una enorme bufonada contra el
poder en todas sus formas.
“Ve a comprarme pañuelos,
anda”, es lo primero que me
dice. Marcho obediente, pero
aún es temprano y los comercios
están cerrados. Nos levantamos
y lentamente (le
cuesta un poco caminar y permanece
siempre con la cabeza
un tanto agachada) nos dirigimos
a una pequeña tienda
donde, sospecho, ya lo conocen.
“Déme un paquete de pañuelos,
por favor”, le digo a la
dependienta. Lo tengo justo a
mi espalda: “No, mejor que te
dé dos... no, tres... bueno, cinco”.
Comienza una experiencia
intensa, justo cuando no
ves otra opción que desarmarte
y armarte de atención, porque,
como todos saben,
Panero arrastra las palabras
uniendo frases con nombres
junto a toneladas de ideas o citas
en francés. “Una vez leí
que William Burroughs escribía
mejor sin la adicción, justo
a partir de la etapa en que comenzó
a desengancharse.
¿Crees que un poeta escribe
mejor sin que medien las drogas?”,
le pregunto de golpe
mientras caminamos en dirección
a un bar cercano.
“Durante un tiempo yo amé la
heroína, incluso escribí un poema
dedicado a ella”, me contesta,
y comienza a recitarlo
de memoria y a la velocidad de
un rayo.
Lo olvidaba. Para quien no lo
sepa o nunca antes haya escuchado
hablar a Panero, es conveniente
saber que cuando se
le pregunta acerca de cualquier
asunto a veces contesta con una
sinceridad brutal y descarnada;
en otras ocasiones, te mira
(unos ojos que te observan como
de soslayo y, abajo, agarrado
por los labios, el eterno pitillo
consumido velozmente entre
los escasos dientes que todavía
conserva) pero no contesta,
al menos de momento,
porque luego, al par de minutos,
termina por hacerlo. Sin
embargo, existe en todo momento
una coherencia en aquello
que dice y en el hilo de la
conversación. Quiero decir que
no hay nada fuera de su sitio.
Ni siquiera su hermosa y contagiosa
risa, que de cuando en
cuando estalla como un bello
rugido y que torpemente parece
justificarse con chistes francamente
malos pero que, al salir
de sus labios, te arrastra sin
poder evitarlo. Y habla muchísimo.
Pero hay que estar atento
para cazar al vuelo las ideas. Si
te despistas, estás fuera.
Nos sentamos en una terraza
donde previamente ya lo hacían
dos amigos suyos, Evelyn, que
le comprende y asesora en su
“enfermedad” y que, además, le
ayuda a organizar su trabajo, y
Luis, un esquizofrénico que en
un momento dado me confiesa
que para él yo soy “solamente
una voz” (asegura oír voces desde
pequeño, voces extrañas que
consigue ahogar con la heroína
como único alivio). Evelyn es
una figura importantísima en la
vida diaria de Panero, y se nota.
Su amistad, desprendida y alegre,
unida a la paciencia que hay
que tener con él, hace que éste
le recite de viva voz bellas poesías
que brotan casi solas, imparables,
y que nos brinda intermitentemente.
Ella organiza titánicamente
todo ese caos, pasando
a limpio los poemas y preparando
sus próximos libros.
Se siente exiliado, espadachín
de la palabra en una sociedad
mentirosa. Cabreado,
confiesa que el correo no le llega,
sueña con retornar algún
día a Mondragón, lugar en el
que estaba antes de llegar a
Canarias, o incluso poder alcanzar
Italia, donde, asegura,
tendría mucha más libertad. Le
pregunto por su vida en el hospital
psiquiátrico y, entre bocanadas
compulsivas (dice fumarse
la friolera de ocho paquetes
diarios, aunque realmente
lo que hace es consumir
rápidamente la mitad del pitillo
para luego tirarlo al suelo e
inmediatamente encender
otro), nos dice que comparte
habitación con un “poeticucho
que canta sobre la patria y demás
boberías”.
De vez en cuando
viaja a la península, como
en la última Feria del Libro de
Madrid, a la que acudió invitado
por la organización. Allí, entre
poetas, putas o malditos se
siente cómodo. Otras veces
también la lía, tal y como una
vez me dijo un amigo madrileño
que me confesó que el paso
del poeta por su casa le dejó el
suelo cubierto de salivazos.
Pero su historia esconde un horror
cotidiano, de carne y hueso,
y que en un momento dado
nos desvela: los electroshocks,
las continuas prohibiciones para
alguien que nunca aceptó
ninguna, el ominoso secuestro
de sus libros.
Mallarmé, Blake, Yeats, Cioran o Bataille. En él se encuentra
y también vive lo mejor
de la literatura contemporánea;
un amasijo de memorables
citas que recita perfectas,
aunque confiesa que no le interesan
los poetas beat. Y, claro,
hay que preguntarle por la actualidad.
“Apoyo el 15-M, aunque
hay que repensar el concepto
de revolución”, lo que
nos sirve para hablar sobre
Marcuse e incluso preguntarle
por los situacionistas. Tratado
del saber vivir para uso de las
jóvenes generaciones de Raoul
Vaneigem y La sociedad del espectáculo
de Guy Debord,
menciona, y sonríe, rememorando
los estertores de los ‘60.
“En una sociedad que niega la
aventura, la única aventura posible
es negar esa sociedad”,
sentencia. Otro pitillo, otra
Coca-Cola (olvidé mencionar
que bebe coca colas light una
tras otra), y el camarero que,
entre el temor y la fascinación,
coloca precavido junto a su lado
una papelera que no tarda
en desbordarse. “Para usted,
señor marqués”, dice con sorna.
La mesa, entre desperdicios
y alguna bebida volcada, es ya
un campo de batalla y yo, que
no fumo pero que me encuentro
a su lado, tengo mis piernas
cubiertas de pequeñas colillas
como si fueran balas perdidas.
Panero habla, pero también
escucha, y cuando alguien está
hablando, aunque sea en
voz baja, uno tiene la certeza
absoluta de que lo está oyendo
y prepara su arsenal. Mi
amigo le pregunta por
Bunbury y su más o menos reciente
colaboración: “No sé lo
que le pasa conmigo. Creo que
estos días anda por aquí –comienza
a decir despacio– pero
no viene a verme ni tampoco
me dice nada. Yo creo que
Enrique tiene un problema
con el ano. Lo que sucede es
que es maricón y no le gusta
reconocerlo y por eso debería
ir por la calle escondido tras
un enorme abrigo y bufanda.
A mí los que siempre me gustaron
fueron Radio Futura”.
Sus obsesiones son la escatología
anal, ETA (“Una vez intentaron
asesinarme. No les
gustaba que fuera tan heterodoxo”,
asegura), los derechos
de autor (“Alguien se está
quedando con mi dinero”, dice
una y otra vez) o el anticristo
(“Cuando era joven estuve
enamorado de Enrique Vila-
Matas y una vez lo perseguí
por la calle con un cartel que
decía 666. Salió pitando”, confiesa
mientras ríe).
Lo sabes, sabes que todo lo
que dice este hombre pertenece
a un tipo de verdad brutal,
algo tangible y en ocasiones
terrible, un interminable retablo
de la resistencia antifranquista,
de tertulias e historias
de dolor y olvidos compartidos,
de chustas, gargajos y enfermedad,
de tajos de memoria
seccionados y arrancados
para no tener que pensar en
ellos. Es historia viva, pero
¿para qué está la historia sino
para vivirla y amarla? Michi
Panero, su hermano fallecido
hace ahora siete años (tenía 51
años y padecía cirrosis), es
uno de estos episodios oscuros.
Sonriendo le menciono
que en Madrid, muy cerca de
mi casa, apareció hace tiempo
una pintada que decía “Viva
Michi Panero”. Y su hermano,
el vivo, me mira y al hacerlo
me asegura que Michi realmente
fue asesinado “por una
puta botella de ginebra envenenada”.
Han sido tres maravillosas
horas de una tarde de verano
en compañía del poeta
Leopoldo Panero y Luis, el
amigo esquizofrénico, regresa
sonriendo tras pillar la papela
que pronto estará consumiendo
en la pensión donde vive,
más o menos en el mismo instante
en que nuestro poeta estará
cruzando el umbral de esa
otra cárcel.
Ahora el cielo comienza
a encapotarse. Nos levantamos
para despedirnos,
pero antes le preguntó que para
cuándo el Nobel de
Literatura. “A ver si me lo dan
este año, porque no sé qué tendrá
Miguel Delibes que no tenga
yo”, me contesta mientras
apura, hasta casi quemarse los
dedos, un nuevo pitillo.
VERSOS DE PANERO
Suave como el peligro atravesaste un día
con tu mano imposible la frágil medianoche
y tu mano valía mi vida, y muchas vidas
y tus labios casi mudos decían lo que era el pensamiento.
(De A Francisco)
Qué es la magia, preguntas
en una habitación a oscuras.
Qué es la nada, preguntas,
saliendo de la habitación.
Y qué es un hombre saliendo de la nada
y volviendo solo a la habitación.
(De Ars Magna)
comentarios
8