Cosa: lo que tiene entidad, ya sea corporal o espiritual, natural o artificial, concreta, abstracta o virtual. El Giro las tiene todas.

Las grandes crónicas del ciclismo contemporáneo se escriben en salas de prensa o directamente en el salón de la casa del cronista. Cierto es que todos los deportes se han visto superados por la capacidad de la televisión para ofrecer la mejor tribuna del espectáculo. Pero, en el caso del ciclismo, esa mirada audiovisual ha sido llevada a sus últimas consecuencias: planos simultáneos de los grupos que componen la carrera, planos cenitales de la caravana, horas y horas de imágenes para capturar los más nimios detalles del pelotón.
El aficionado sabe que, por regla general, el cronista ve lo mismo que él: la televisión. Así que el aficionado, después de pasar tardes y noches siguiendo las carreras más inverosímiles, es probable que tenga la tentación de acercarse a una de ellas para confirmar que, en efecto, tienen lugar. Aquí surge entonces la gran disyuntiva: el Tour de Francia o la Vuelta a Castilla y León. Lo más probable es inclinarse por el Tour.
Una vez en Francia, con frecuencia en los Pirineos, es probable que el aficionado disfrute con la misma impresión que el turista que viaja por primera vez a Nueva York: todo es como en la tele. No parará de reconocer todo aquello que había visto en la pantalla –tal vez desde su infancia–.
Sin embargo, pronto se dará cuenta de que hay demasiadas vallas, acreditaciones de todos los colores para franquearlas y un ambiente de circo bien rodado, de gran compañía que actúa de memoria.
"Es también probable que piense que con una vez ha estado bien. En realidad se ve mejor en la tele"
El aficionado, apostado en la cuneta, ahíto de gorras y chucherías lanzadas por un desfile interminable de camiones disfrazados, verá por fin pasar a los corredores. Lo disfrutará; es lo más probable. Ahora bien, al regresar al coche para acomodarse en el atasco, es también probable que piense que con una vez ha estado bien. En realidad, se ve mejor en la tele.
Si opta por la Vuelta a Castilla y León, mientras espera al pie de la carretera, empezará a dudar de que por allí vaya a circular un pelotón. Y, cuando pasen los corredores, sentirá una cercanía fugaz con su suerte. Es todo.
La tercera vía consiste en acercarse al Giro de Italia. Lo resumió el sprinter británico Mark Cavendish: "El Tour es presión; el Giro es pasión". Sí, tiene algo de eslogan agradable, pero capta la diferencia esencial de la carrera italiana.
Diferencia que tiene que ver con el hecho de que las carreteras estén inundadas de ciclistas que recorren los mejores kilómetros de la etapa y con la circunstancia de que cada lugar celebre el paso de la carrera como quien saluda –o abraza– a un conocido que regresa.
El Giro, de modo inexplicable, conserva un toque de improvisación, un punto aventurero. Sin dejar de ser un espectáculo televisivo, el aficionado que acude a la carrera observa sólo eso: una carrera que se televisa, pero que sigue siendo una carrera popular, imperfecta, bacheada.
Los corredores, cada vez más aburridos con la planificación puntillosa de cada una de las pedaladas, leen el libro de ruta del Giro con la gracia de quien se deja absorber por una novela. Tramos de tierra, grandes desniveles acumulados en una misma jornada y tornantis de montañas que no terminan.
Decía el exciclista Juan Antonio Flecha que no guardaba los libros repletos de datos con los que obsequian a los ciclistas al principio de cada carrera. Pero contaba que hacía una excepción con el libro del Giro, cuya estética está a la altura de la carrera. Esos detalles definen la corsa rosa, su matiz propio, su receta no escrita.
El Giro de 2016 que acaba de empezar juega a la contra. Cuando la tendencia consiste en separar geográficamente la llegada de una etapa y la salida de la siguiente, la carrera italiana, tras un paso por los Países Bajos, dibujará una línea ascendente y continua desde Catanzaro hasta el Veneto. Luego, sin sobresaltos, trazará una horizontal hasta el Piamonte.
Prometen los finales en alto en Rocarasso y Sestola. Asustan los desniveles acumulados en las etapas alpinas de la última semana. En todo caso, cuando el final de Turín se aproxime, quienes alcancen las avenidas rectilíneas de la ciudad se sorprenderán por haber concluido un viaje excesivo: de las playas de Calabria a la frontera del Friuli, de la Toscana a las cumbres dolomíticas.
Si alguien tiene la tentación de dejarse caer alguna vez por esta excursión centenaria, podrá oler y escuchar otra cosa. Es improbable que se arrepienta. Mejor que en la tele.
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