Acaba la Liga y su recuerdo se insinúa ya como un refugio. Nos quedaremos huérfanos del diálogo entre Piqué y Arbeloa, de la humildad militante de Cristiano Ronaldo, de las dificultades contables de los mejores jugadores del mejor Barça... Nos quedaremos solos en un páramo sin cámara lenta, sin repeticiones, sin nada.

El relato fantástico del once contra once interrumpido un año más como si el lector fuera capaz de sobrevivir sin su dosis diaria de dobles pivotes, falsos nueves, tridentes, posesión y juego. Nos privan de esa inanidad tan grata de contemplar una vida paralela poblada de gentes felices y agraviadas que no somos nosotros, seres convertidos a la fe del partido a partido, acompañados por una grey que no puede explicar por qué llora si su equipo desciende.

Desaparece el teatro, descansan los actores, renuevan el césped. Dejan los andamios de la obra al aire con el riesgo de que el óxido haga su trabajo.

He oído decir que, en las noches más calurosas del verano, un hincha de entretiempo –de esos que se niegan a sí mismos la condición de hinchas– sufre una pesadilla recurrente: nada de aquello volverá. ¿La Liga? No sé de qué me hablas. ¿Once tipos en un campo de hierba? De verdad que no sé de qué me hablas. Y el hincha, envuelto en ese sueño que le ahoga, se despierta al fin y está solo. Así que enciende el móvil y teclea con dificultad: "BBVA, la Liga de las estrellas". La pantalla tarda en responderle, pero al fin le descubre las novedades del mercado de fichajes. Existe. La vida sigue. Puede seguir durmiendo.

Estos días de mayo son inevitables las despedidas. Una reverencia común a Juan Carlos Valerón, réquiem por los descendidos, adiós a aquel ucraniano que nunca cuajó, hasta la vista, señor presidente. De fondo suena Julio Iglesias.