Cuando la tinta es sangre: violencia y superhéroes

La representación explícita de la violencia ha tenido gran importancia como detectora del malestar y la hipocresía latentes en los contextos en que ha surgido. Incluso, cuando ha sido producida con intención crematística.

07/05/16 · 8:00
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Cartel de la segunda temporada de la serie 'Daredevil'.

Los estrenos coincidentes de la segunda temporada de la serie Daredevil y las películas Deadpool y Batman v Super­man: El amanecer de la justicia, han reavivado el debate en torno a la pertinencia de lo violento en las ficciones de superhéroes. Un debate que promueven cada cierto tiempo los apóstoles de las buenas costumbres y la corrección política, los censores a uno y otro extremo del espectro ideológico, inquietos por las repercusiones que podría tener la preponderancia cultural del género en sus esferas de influencia.

Daredevil ha acentuado en sus nuevos episodios el talante tortuoso de su protagonista, amén de introducir a dos personajes para quienes impartir justicia es indisociable del acto –e incluso el disfrute– de ejecutar a los criminales: el Castigador y Elektra.

Por su parte, honrando el carácter irreverente y meta del cómic en que se inspira, Deadpool ha puesto en escena una violencia granguiñolesca que ha traído aparejadas calificaciones morales restrictivas para su visionado… y el éxito de taquilla.

En cuanto a Batman v Superman: El amanecer de la justicia, la ambición e ineptitud de sus responsables han hecho de dos de los superhéroes más icónicos del imaginario popular del siglo XX niños grandes con tendencias psicóticas, a quienes poco importa la salvaguarda de su entorno.

¿Estamos asistiendo, como cree el periodista Colin Fredericson, a un auge de la ultraviolencia en el ámbito de lo superheróico?

Su alarmismo tiene precedentes.

El comic-book de superhéroes se normaliza como tal en Estados Unidos entre 1938 y 1945. Las instituciones religiosas miran de inmediato con malos ojos cómo se popularizan las hazañas de divinidades paganas con cualidades humanas, demasiado humanas.

Mientras, la intelligentsia avisa del peligro que suponen para el lector historietas gestadas de acuerdo a valores patrióticos, capitalistas, autoritarios y represivos bajo las apariencias.

La afasia política del lector sirve, al fin y al cabo, tan bien a la agenda de lo establecido, como a la de quienes aparentan estar en los márgenes

Sin embargo, unos y otros son benevolentes con las servidumbres del medio mientras las viñetas ostentan atributos blancos, moralistas, que permiten pensar en sus consumidores como proles ilusos: la afasia política del lector sirve, al fin y al cabo, tan bien a la agenda de lo establecido, como a la de quienes aparentan estar en los márgenes.

Es cuando la violencia supera los límites pactados por códigos de autocensura –convenciones estilísticas de la industria, una mirada mayoritaria pequeñoburguesa sobre el mundo– y empiezan a saltar las alarmas. Sucede en los años 70 del pasado siglo, cuando el superhéroe se hace eco de las convulsiones sociopolíticas del momento.

En los 80, cuando deviene agente sintomático y crítico de dichas convulsiones. En los 90, cuando la agresividad adquiere rasgos manieristas propios de una sociedad de la opulencia abonada a una ética indolora. Y, también, cuando, al cambiar de siglo, caen las Torres Gemelas, se abandona el Comics Code, y se vuelven insostenibles las pretensiones de inocencia por parte del cuerpo social y la cultura popular.

La violencia en los cómics de superhéroes se convierte en un recurso artístico más, deja de ser anomalía; no ha de idear excusas ni disculpas para manifestarse.

En este punto, conviene destacar que, sin importar la época, la representación explícita de la violencia ha tenido gran importancia como detectora del malestar y la hipocresía latentes en los contextos en que ha surgido. Incluso, cuando ha sido producida con intención crematística.

Además, como han concluido Gerard Jones y otros muchos ensayistas, la violencia artística brinda herramientas muy valiosas para comprender y gestionar nuestras emociones más oscuras. Por último, la violencia en imágenes es, sobre todo, celuloide en llamas, píxel convulso, trazo crispado; una expresión plástica privilegiada en la que colisionan lo apolíneo y lo dionisíaco: véanse el dibujo de Frank Quitely o las composiciones de Zack Snyder.

Estas cualidades exigen, por supuesto, de quien mira, la cultura y madurez precisas para comprender que ninguna imagen es literal, hasta cuando lo pretende. Ni siquiera la de una explosión de sangre. Alberga siempre tropos, alegorías, signos, que dependen para su interpretación de claves no siempre afines a las intenciones del creador y las anteojeras ideológicas del receptor.

Puede ocurrir así que el Castigador que plasma Daredevil acabe delatándose una víctima del complejo industrial-militar estadounidense, programada para sublimar sus emociones apretando el gatillo. Que Deadpool ejemplifique con sus chascarrillos y asesinatos acrobáticos cómo los humillados y ofendidos de toda sociedad tienen la oportunidad de vengar sus frustraciones adoptando el papel del Arlequín en la Commedia dell'Arte. Y que la necedad de Batman y Superman en su última y conjunta aparición en pantalla se erija en retrato inmejorable de lo millennial.

En resumidas cuentas: ahora que los prejuicios en torno a los cómics y las películas de superhéroes flaquean, que despunta un ánimo favorable a disfrutarlos, queda un reto aún mayor por delante: que se aprenda de una vez a leer las viñetas y los planos.

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