Un filólogo imaginó a finales del XIX una carrera que no deja de crecer.

El filólogo francés Michel Bréal (1832-1915) apuraba los últimos días del verano de 1894 en la pequeña localidad suiza de Glion, a orillas del lago Lemán, cuando decidió contestar a una carta que le había escrito Pierre de Coubertin, que por aquellas fechas estaba empeñado en fundar el movimiento olímpico.
En su misiva manuscrita, fechada el 15 de septiembre de 1894, Bréal agradecía la carta que le había remitido Coubertin y al tiempo declinaba el ofrecimiento que éste le había trasladado para participar en una conferencia titulada “Los Juegos Olímpicos y la paz”. Juzgaba el filólogo más oportuno que esa intervención corriera a cargo de un conferenciante extranjero.
Las líneas de Bréal fueron escritas al galope en la habitación de un albergue, según puede leerse en la despedida, y habrían quedado como un intercambio intrascendente de no ser por un párrafo, una iluminación, una sugerencia: “Dado que usted va a Atenas, vea por tanto si se puede organizar una carrera de Maratón a Pnyx [en Atenas]. Esto tendrá un sabor antiguo. Si supiéramos el tiempo que invirtió el guerrero griego, podríamos establecer el récord. Yo, por mi parte, reclamaría el honor de ofrecer la Copa de Maratón”.
La carta de Bréal figura en la correspondencia de Pierre de Coubertin que consta en los archivos de la Fundación del Comité Olímpico Internacional (Museo Olímpico, Lausana). La versión del texto a la que aquí nos referimos –y para la que proponemos una traducción– es la recogida por Marc Décimo y Pierre Fiala en su artículo “Michel Bréal, le marathon, l’olympisme et la paix” (Mots. Les langages du politique, 2004).
Mito
“Un sabor antiguo”. La sugerencia causó fortuna y la carrera imaginada tuvo lugar en el transcurso de los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna. El 10 de abril de 1896, nueve corredores completaron la distancia de 40 kilómetros entre Maratón y Atenas. El griego Spiridon Louis fue el primero en atravesar la línea de meta del estadio Panathinaikó. Invirtió casi tres horas. Como homenaje a su hazaña, recibió la Copa Bréal… y no volvió a competir nunca más.
Después de aquella primera maratón olímpica moderna, la literatura sobre la carrera ha venido a matizar el mito fundacional. En realidad, parece ser que el guerrero Filípides al que se refería Bréal no fue de Maratón a Atenas para anunciar la victoria de los atenientes sobre los persas, sino de Atenas a Esparta para reclamar refuerzos –una distancia de 246 kilómetros–. Las prolijas disquisiciones al respecto incorporan referencias de Heródoto, Plutarco y Luciano, entre otros.
En todo caso, la narración que cuenta que un guerrero de la Antigua Grecia corrió sin descanso para trasladar una noticia, fuera la que fuera, es la que retomaron a finales del siglo XIX un grupo de intelectuales convencidos de que el deporte debía formar parte de un movimiento regenerador.
En aquel fin de siglo, el mar había dejado de ser un lugar inmundo para convertirse en un territorio saludable. Los trenes circulaban a velocidades que el ser humano sólo había imaginado. Las fotografías capturaban el presente desde ángulos heterodoxos. Y los cuerpos merecían una atención renovada. La reivindicación del espíritu deportivo cuajó entonces como un elemento más de los ideales del civismo republicano que luchaba por evitar los desastres que habían asolado Europa.
Y, en aquel cambio de paradigma, Michel Bréal, que contribuyó a fundar la semántica moderna, inauguró, quizá sin saberlo, un modo de correr: grupos numerosos abordando grandes distancias, atletas de largo recorrido que se suman a una tradición antigua.
Bréal, en aquel verano modernísimo de 1894 que terminó en Suiza, firmó unas líneas de consecuencias impredecibles. Garabateó el principio de algo cuyo final cuesta intuir.
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