Reseñamos 'La Música más triste del mundo', performance de David Fernández (Cía. Ecce Cello) estrenada el pasado 26 de marzo en el Centro Cultural de Humanidades Cardenal Gonzaga (La Cabrera-Madrid).
Bajo el mismo título que usara para su película el canadiense Guy Maddin, David Fernández estrena su performance-conferencia-concierto en la antesala del día mundial de teatro. El lugar, el Centro Cultural de Humanidades de la Cabrera, un espacio cercano a la casa de su madre, donde se aloja cuando pisa la Sierra Norte de Madrid.
Aparece en escena el músico que ganó en 2015 el concurso La canción más triste del mundo en el Teatro Volksbühne de Berlín. Un traje de gala envuelve el paisaje de un hombre a punto de cumplir cuarenta que guarda mucho sufrimiento.
El bufón se abrirá paulatinamente al público. No quiere enfadarse. Primera escena. Hacer sonar el violoncelo como el rugido de un coche, como una carrera de la autoestima masculina, aflojando las cuerdas hasta que todo revienta. Fabuloso.
Provoca ternura ver a este chico golpeando las teclas del piano con la cabeza, en calzoncillos
Segunda escena. Preparar el piano de cola para tocar a Johann Sebastian Bach. Unas copas y una botella de champán aguardan encima, preparadas para la tragedia. Seductor e irreverente en los detalles, Fernández ha preparado las copas y la botella para reventarlas. Reventadas en una sutil acción que da comienzo al concierto-conferencia sobre Bach.
Micro dentro. Producción automática de una performance en vivo, producción automática de una acción hecha de notas, movimientos y palabras. Fernández es valiente. Lleva seis años ganándose la vida en Berlín, donde toca el chelo en la calle y cacharrea con sintetizadores tecnología táctil.
“No se puede tocar a Bach sentado en una silla”. Hay que tocar a Bach de rodillas. Hasta que las rodillas se agoten y el culo se asiente sobre “la palabra”, sobre una pila de libros que serán taladrados. El alarido del desamor o cinco montañas de kétchup sobre las partituras de Bach. Da igual la forma que adquiera la devoción y su absurdo. Dos más dos son cuatro.
Fernández acaricia de nuevo el violoncelo para convertirse esta vez en un rayo de alta sensibilidad. Entre tanto, hace “cosas físicas”, grotescas, obscenas, algunas llenas de ingenio y crítica. David Fernández también es (mal que le pese) un discípulo ligado íntimamente a la palabra, a Diderot y a Angélica Liddell.
Provoca ternura ver a este chico golpeando las teclas del piano con la cabeza, en calzoncillos. Ya ha bailado, ya se ha desnudado para el público. Sólo queda el alarido y la honestidad.
Se autodenomina “puto niñato”. Y a mí me lo parece un poco cuando dejo de contar las veces que dice “polla”, “chúpamela” y “por mis cojones”. ¿Se lo dice a sí mismo? Me sale por la vena Valerie Solanas, pero intento empatizar. Pobre desgraciado el artista varón que digiere su desamor con espasmos. ¿Y si todo fue un autoengaño?
Fernández produce una oratoria satírica cercana al ombliguismo y a la incontinencia verbal (paradójicamente, porque saca pestes de “la palabra”). Funciona. Pero donde el artista brilla es con su violonchelo electrónico y su máquina de loops.
Arriesgada propuesta escénica a la que asistimos las desclasadas de una sierra norte madrileña reaccionaria. Da igual. Que siga sonando la música y que el chelo nos transporte a otro universo.
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