Una relectura de 'La pequeña Dorrit', de Charles Dickens

Entre las virtudes de Dickens estuvo la de situar el papel del dinero en las relaciones sociales y establecer las posibles salidas a esa dependencia.

13/02/16 · 8:00
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En lo que respecta al periodismo, la novela española parece buscar o removerse entre las pantanosas aguas de la novela social. Sin embargo, todo cuanto vemos es por ahora poco. Tenemos dos pruebas de que la inteligencia se mueve en el díptico de novelas que Belén Gopegui ha escrito usando la crisis como hipótesis para otro tipo de escritura política, pero ¿podemos representar los problemas que, se lee y se sabe, sacuden a la sociedad?, ¿podemos explicar aquello que llamaremos desigualdad, sufrimiento injustificado, explotación laboral y lucha de clases? Veamos.

¿Podemos representar los problemas que, se lee y se sabe, sacuden a la sociedad?

En medio de un pesimismo generalizado, la ficción española parece que se viste a gusto con el tremendismo, el pesimismo en clave inculpatoria o impugnatoria del todo por parte de conservadores (liberales e izquierdistas) y hasta el gusto por la alegoría religiosa.

En este sentido, parece un momento tan oportuno como cualquier otro para leer La pequeña Dorrit, de Charles Dickens. La undécima obra del escritor inglés tiene ventajas obvias y otras un tanto más ocultas. Entre las más fáciles de detectar está el hecho de que es una de las novelas menos adaptadas a televisión y cine, y su historia resultará relativamente lejana al lector.

La novela es de las más extrañas de Dickens porque lejos de seguir la pista de un héroe o de un romance, lo que hace, de un modo más completo y ambicioso, es contar la historia de cuatro familias: los Dorrit, los Clennam y, en menor medida, los Flintwinch y los Merdle.

Dividida en dos partes, –Pobreza y Riqueza– en La pequeña Dorrit, Dickens lanza su mirada al Londres victoriano en el que encuentra acumulaciones sospechosas de capital, herencias determinantes, deudas acuciantes y desahucios que terminan con vidas concretas.

George Orwell escribió en su magnífico ensayo sobre Dickens que "de un modo más completo que la mayoría de escritores, tal vez, Dickens pueda ser explicado en términos de origen social".

Con una familia "luchando siempre contra la pobreza" y "mentalmente perteneciente a la pequeña burguesía", Orwell localizaba a un hombre peculiar con pocos escritores con los que ser comparado.

No hay, para quien lo espere, un mensaje triunfal y revolucionario en la historia de La pequeña Dorrit, ni tampoco la promesa de que los padecimientos de la lucha de clases van a terminar. Pero hay tesoros más valiosos que prueban la salud de la obra de Dickens.

Recuperando la bruma del relato gótico, Dickens centra todos los problemas en tres familias, sí, pero también en tres hogares. El hogar de los Clennam está viejo, repleto de secretos: como si el fantasma de la acumulación primitiva recorriera esos espacios. De ahí pasamos a la prisión de Marshalea, la cárcel de los deudores londinense, descrita con una dosis de ironía y ternura admirables. Allí pasa muchas tardes la nueva sirvienta de los Clennam, la tímida y pequeña Amy Dorrit del título, hija del moroso William Dorrit, privado de una fortuna que ignora y estafado por aviesos prestamistas.

Amy Dorrit tiene dos hermanos y todos ellos parecen huir de su pasado en vez de tratar de transformarlo. Arthur Clennam sospecha que la súbita amabilidad de su madre con la joven Amy tiene algo que ver con su pasado fantasmal y con su padre, y conmovido y locamente enamorado de la joven, consigue demostrar que William Dorrit es el legítimo custodio de una importante fortuna.

Pero estas buenas noticias solamente sirven a Dickens para cerrar su magnífica primera parte. El retrato de un Londres inhóspito, definido por las imágenes en las que la niebla, el humo y el movimiento humano se funden, dan una pista de los talentos líricos de Dickens y el hecho de que todos tengan un rol de igualdad, incluidos los sirvientes y sus sueños pequeños, ofrecen una prueba no menos notable de la amplitud de su mirada.

En la segunda parte, Dickens hace lo difícil y se revela, además de amplio, necesario. Amy Dorrit es rica y descubre, con un tono cómico y levemente melancólico con pocos rivales en la bibliografía del inglés, el sabor extraño de las relaciones entre la nueva clase media pujante y las familias de fortuna consagrada.

Desde el matrimonio de su hermana Fanny con Edmund Spankler –necesario para garantizar la estabilidad del ascenso social de la familia– hasta la posterior bancarrota, todo lo que Dickens parece insinuar es que el dinero –volátil, siniestro, con un aura pegajosa– y las relaciones que provoca llevan a las mujeres y a los hombres al infortunio y a la miseria cuando no al olvido y la mentira.

Es cierto, al final el mayor fantasma de la novela no es, necesariamente, la plusvalía sino las pasiones desencontradas y los matrimonios bien concertados. El mayor secreto de Amy Dorritt, conveniente heredera, es que tras su origen late un amor imposible y una mujer que acepta su desdicha.

Como Amy Dorrit, hemos visto qué relaciones sociales provoca el dinero y qué inquietantes redes clientelares parecen comparables

Dickens, por supuesto, ofrecerá una escena final donde habrá piedad y también espacio para el amor. Con todo, este final feliz no parece una simple cortesía con el lector, ni siquiera se vive como una compensación al melodrama de la historia y sus sacudidas. Como Amy Dorrit, hemos visto qué relaciones sociales provoca el dinero y qué inquietantes redes clientelares parecen comparables, ya se den en la cárcel de deudores o fuera de ella.

Y como Dorrit, el amor, fuerza de resistencia en toda la novela, parece no tanto una salida sino también una posibilidad un tanto inaudita de tener mejor suerte en el futuro. Y es que, pese a todo lo escrito y dicho, La pequeña Dorrit es también contemporánea porque, en la crisis y después de ella, y en familias como la nuestra o las de los Dorrit y Clennam, queremos, también, una oportunidad de amar y crear nuestras salidas.

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