Crocanti

Un relato de Silvia Nanclares

16/01/16 · 7:43
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He tenido que mentir otra vez al chino. Sí, al chino simpático. El de la calle O’Donnell. Fui a comprarme un portarretratos más pequeño. Ya empieza el frío y éste no me cabe en el bolsillo de la bata. Me he traído de paso unos potos. Más potos. Cacharreando con las plantas se me pasa el día. ¿Te acuerdas cuando me jactaba de que yo sólo tenía mano para el Amor de Hombre? Bueno, y para la planta del Dinero. Dinero y Amor de Hombre. Ahora tengo potos. Y una pensión.

¿Tú te crees que has tenido que irte para que me reconozcan todo el trabajo que hemos hecho juntos? Tú trabajabas fuera, pero los dos sabíamos que lo nuestro era de los dos, el fruto del trabajo de los dos. La de sapos que me he tragado cada vez que he tenido que escuchar: "Tú no trabajas, ¿verdad?". No, yo en casa cuidando el Amor de Hombre y la Planta del Dinero. Apuntando en mi libreta todo lo que gastábamos y ahorrábamos, a mano, con mi letra. Ahora tengo una pensión de viudedad y el patio lleno de plantas distintas. Ahora tengo potos, un centro con geranios y un esqueje de tronco de Brasil que me dio una de la piscina, subí a su casa y todo, no veas tú qué pisazo en la calle Jorge Juan. El nuestro es más bien pequeño para lo que se ve por aquí.

Siempre hemos sido un poco espías en este barrio, ¿no?, rodeados de las cacatúas con abrigos de visón y sombreros tiroleses. Ahora es como si tuviera más amigas. Y las niñas. No veas cómo habla Paula ya. Ahora no lo hace pero los primeros meses se recorría el pasillo diciendo: "¿Abuelo, abuelo?". Y a mí me pasa igual. Llego a casa y al abrir la puerta, ahí es­tás. Quiero decir, ahí no estás. Es como si tu silueta se hubiera quedado a fuego en el salón, tiene contornos, casi puedo tocarla. He tenido que cambiar todos los muebles de sitio, pero aún quedaste ahí, en tu rincón, tu butaca. Probé a moverla de sitio. Pero nada.
 

¿Tú te crees que has tenido que irte para que me reconozcan todo el trabajo que hemos hecho juntos? 

Lo que más me dolió fue que lo tuyo me pilló lejos de ti. En el patio, tendiendo una colada, con la pelona que caía, y en domingo, pero así somos las que no trabajamos. ¿No te podías esperar a que tendiera todo, hombre? ¿Sabes lo primero que hice cuando vino el del SAMUR a decirme "Señora, lo vamos a dejar"? Yo no le entendía. ¿Lo vamos a dejar? ¿Se puede saber qué vamos a dejar? Yo estaba lista para irnos al hospital, con las zapatillas puestas, me había atado los cordones a cámara lenta mientras te trataban de reanimar. No me lo creía cuando va y viene a decirme que no.

"Señora, que no hay nada que hacer". ¿Y sabes lo que hice? Me fui hacia ti, lo aparté al tío con un manotazo en la cintura, y me salió enseguida el reproche: "¿Pero cómo te vas así, Valen?”. ¿Por qué no me avisaste, esa misma mañana, mientras te peinaba, por ejemplo? Mira, Silvia, que ahora en un rato me voy a marchar para siempre. Joder, Valen, casi cuarenta y cinco años comentándonos los planes y te vas de golpe y sin avisarme. No.

Te digo una cosa, el puto verano se me ha hecho eterno, se fue todo el mundo de vacaciones. Alguna escapadita también ha caído por mi parte, pero los días más largos del año ya no sabía cómo pateármelos, arriba y abajo la calle Alcalá. Desde Sol hasta casi pasado Arturo Soria me hago. Hay calles que me las salto, porque en todas estás tú. Concretamente de Retiro a Manuel Becerra me lo hago en metro.

En la plaza me compro un crocanti. Lo tiro a la mitad, claro. Pero me creo que si hago las cosas que hacíamos, si recreo los sonidos, el rasgar del papel, el primer mordisco al chocolate, el sabor de la vainilla es como montar la escena de una película. Por un momento me creo que estás tú también ahí. Te has llevado tantas cosas, bandido. Me has dejado en un escenario vacío.

Ah, pero me sigo pintando el ojo, eso desde el primer día, ya me conoces. Eso no va a faltar. Y, ¡hale, pimpán, a la calle, a caminar! Ahora veremos cómo lo hago cuando entre más el invierno. Me parece que me voy a comprar una capa de agua que he fichado en el Mercadillo de Tetúan. Es horrible, pero es que se me da mejor el sudor que las lágrimas.

Tengo por ahí una pila de crucigramas sin terminar. Incapaz de tirarlos. Yo, que me creía un hacha de los crucigramas. Y era porque tú siempre estabas ahí para chivarme las siglas de la OLP o deletrearme el apellido de Benzema. La radio también me cuesta. Y la música. No puedo con ella. ¿Nuestra música sola? A veces la pongo y te hablo mirando al portarretratos, que lo voy poniendo por la casa según voy haciendo cosas. Van a decir que estoy como una regadera, pero, ¿qué?, si al final el matrimonio era esto, una conversación muy larga y, por lo visto, inacabada...

Riego poco los potos, que ya me he enterado que éstas son de poco regar: plantas resistentes y de cuidado fácil, le dije al chino, sí, el chino simpático de la calle O’Donnell. "¿Y su marido?", me pregunta cada vez que voy. Le digo que bien, que estás en casa, y que llevo prisa. Ya arriba, cruzo rápido el salón hasta llegar al patio. Me remango la bata, me arrodillo, me aseguro de que estás ahí, compacto, con tu mejor sonrisa, a buen recaudo en mi bolsillo.

Y contándote todo lo que he hecho en el día mientras continúo con el trajín de los tiestos y los esquejes. Sólo así me voy quitando esta sensación de habernos dejado mutuamente con la palabra en la boca. 

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