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Un Don Juan abatido

Sugerente monumento a la libertad creativa, 8 y 1/2 también es una mirada autocomplaciente a la figura del seductor masculino.

10/01/16 · 7:40
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Federico Fellini comenzaba un nuevo proyecto en 1962, urgido por unos productores deseosos de rentabilizar el éxito de La dolce vita. La situación del cineasta, empujado a iniciar el rodaje de un filme sin tener un esquema claro, se convirtió en el motivo creativo. A través de la improvisación y la astucia construyó 8 y ½, un carrusel auto­rreferencial de las angustias y deseos de un artista en crisis.

Mar­cello Mastroianni se convertía en un álter ego del realizador: Guido es mentiroso, algo infantil y, al parecer, sufre algunos complejos de culpa. Mien­tras intenta poner en orden su película y su matrimonio, recuerda bailes, muertes o desfiles sacerdotales de su infancia y sueña sueños de bloqueo creativo y de felicidad heteropatriarcal. El resultado final se sitúa entre los hitos de una filmografía algo carnavalesca, hedonista pero abierta a la tristeza, a una cierta nostalgia que se potenciaría con el paso de los años.

La actriz Claudia Cardinale aparece en diversas ocasiones como una imagen alucinada de belleza y servilismo

Recientemente recuperada en formato Blu-ray, 8 y ½ reaparece con una calidad de imagen que realza el bello trabajo de Gianni di Vennanzo, también director de fotografía de obras contemporáneas de Mi­chelangelo An­tonioni (La noche). De alguna manera, la obra tiene algo de mediatriz entre el Fellini algo más convencional y sobrio de los inicios y su posterior barroquismo desaforado. Supone su primera apuesta firme por una narrativa fragmentaria, apoyada en la transferencia masiva de vivencias y fantasías personales.

Sueños de dominio masculino

Más allá de la representación filoexperimental de un bloqueo artístico, 8 y ½ trata de la relación del cineasta con las mujeres, abordada en algunas llamativas y abochornantes escenas oníricas.

La actriz Claudia Car­dinale aparece en diversas ocasiones como una imagen alucinada de belleza y servilismo: sonriente, le ofrece un vaso de agua; sonriente, se muestra como un ama de casa que quiere “tenerlo todo limpio”. En otra escena, el personaje principal se imagina a sí mismo como señor de un harén: decenas de concubinas se entregan jovialmente a su déspota bondadoso, soportando con resignación el retiro, la invisibilización, cuando cumplen una cierta edad. En esa fantasía, la esposa del protagonista se transfigura en mamma resignada ante las infidelidades del marido: “Al principio no terminaba de entender por qué las cosas tenían que ser así. Ahora soy una buena chica”, afirma.

Fellini parodia algunos deseos masculinos. Además, mezcla la sexualidad con el ansia infantil de cuidados maternales, ridiculizando a su álter ego. Pero este aparente deseo de compañeras sumisas no sólo aparece en momentos alucinatorios. Aunque Guido se muestre abatido por no saber mejorar su matrimonio, uno de sus pensamientos finales resulta revelador. Mirando a su esposa, el protagonista piensa: “Si puedes aceptame como soy, es la única manera de encontrarnos”. Más allá de la parodia, emergen límites a una autocrítica leve que no cuestiona las convenciones sociales vigentes: los pactos de pareja deben basarse en la renuncia de ella. Así, la fantasía de unas relaciones amorosas pacificadas a través del servilismo femenino es algo más que la representación humorística, quizá satírica, del subconsciente.

Los cuestionamientos del protagonista, reforzados por personajes como su esposa o un guionista que critica a los creadores intuitivos, devienen autocomplacientes. Y los arrepentimientos parecen un fingimiento más del seductor egocéntrico, abatido por no poder encajar a la perfección, sin consecuencias y sin rendir cuentas, su puzzle de donjuanismo, amor romántico y vida marital.

Un epílogo

Casi 20 años después, Fe­llini crearía una caricatura del feminismo. En La ciudad de las mujeres representó una convención de mujeres como un agresivo griterío androfóbico. La película parecía proyectar una defensa de los roles tradicionales de género, aunque también incluyese burlas a un pintoresco latin lover y al mismo protagonista. Mastrioanni interpretaba de nuevo otra encarnación posible del cineasta, en esta ocasión mucho más extemporánea, superada por un presente amenazante.

En 8 y ½ dominan las autocríticas narcisistas y anestesiantes. La ciudad de las mujeres, en cambio, trasmite una sensación de pérdida de seguridad. Porque las interpelaciones agresivas no nacen desde el yo o desde figuras conocidas –la esposa al límite de la paciencia, el guionista que representa la ortodoxia cinematográfica–, sino desde un otro casi desconocido. Una mujer nueva y aterradora que cuestiona el orden establecido y no acepta que el seductor imponga sus normas y se limite a ser “tal y como soy”. 

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