El juego más serio

El montaje de 'El arquitecto y el emperador de Asiria', obra escrita por Fernando Arrabal en 1966, hace justicia a un texto cuya belleza duele y no pacta con el lado sensible de quien acude a la representación.

05/01/16 · 11:26
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'El arquitecto y el emperador de Asiria', de Fernando Arrabal, en la versión reestrenada por Corina Fiorello en el Teatro Español. / Carlos Furman

En la infancia de todos, una vieja fórmula separaba la cruda realidad del refinado mundo del juego: ¿Valía que éramos una familia? ¿Valía que tú eras el hijo y yo tu mamá? ¿Valía que yo mandaba mucho y tú no? Mediante esta simple alianza podíamos recrear el universo en solo un adoquín de nuestro patio escolar y, ungidos por una bata colocada al revés o un lápiz a modo de varita, descubrirnos en cada personaje.

A medida que crecemos, el juego se sofistica y acaba por tener consecuencias. Entonces caemos en desgracia y acabamos por creer que un juez es un juez, que un mazo de juez es un mazo de juez y que el mundo es eso que nos inventamos un día y que hemos olvidado reinventar.

El arquitecto y el emperador de Asiria de Fernando Arrabal, se reestrenó en las Naves del Español del 23 de septiembre al 1 de noviembre. La obra más surrealista, irreverente y mágica de nuestro autor vuelve del ostracismo de los tiempos –ha sido una obra muy poco representada en nuestro país desde que se escribió en 1966– para recordarnos que un juego es un juego aunque si lo miras de lado y al revés puede ser nuestra civilización occidental.

El Arquitecto vive en una isla sin más compañía que la risa de las olas saludando al mar cuando el Emperador aterriza tras un accidente de avión, viene del ruido infernal del tráfico en hora punta, la música desquiciada de un anuncio de Coca-Cola y los dolores de nuestros miembros adiestrados para tomar el té. El encuentro es explosivo. El diálogo interminable.

Cada uno se encuentra en un interminable juego de espejos. La ficción y el juego de máscaras están servidos. Fernando Albizu y Alberto Jiménez encarnan tan afinadamente sus papeles que no sabemos dónde empieza uno y dónde termina el otro. Se aman y se repelen con maestría de actores veteranos.

Como la vida, un juego se vuelve intenso para aligerarse poco después, Corina Fiorello lo sabe y por eso orquesta a la perfección cada momento, subrayándolo exquisitamente con la música y la luz que requieren los cuadros más líricos y los más prosaicos, los más lúdicos y los más dramáticos.

La puesta en escena rebosa flores y acertadamente se dispone como si de un desván devenido en cuarto de juegos infantil se tratase, donde un baúl es un baúl y además un barco, donde un armario sirve de todo menos para vestirse. Esta carga simbólica que poseen los objetos emparenta a la obra con el clown. Quizás falte la oscuridad a la altura de una poética que no tiene pudor en ahondar en las partes más recónditas de nuestra especie.

El montaje hace justicia a una obra que como todos los grandes textos teatrales españoles –Tres sombreros de copa, El desconfiado prodigioso o Picnic, también de Arrabal– su belleza presenta aristas, duele en ocasiones, y no pacta con el lado más obscenamente sensible del espectador.

El arquitecto y el emperador de Asiria le reconciliará a través de la ceremonia pánica y la crueldad de Artaud con su lado más lúdicamente salvaje.

Buen viaje.

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