El cineasta parisino Jean-Luc Godard cumple hoy 85 años.
Cuando las ideas son vagas, necesitamos imágenes claras. Esta es una de las constantes que rige la obra de Jean-Luc Godard. Cuenta el cineasta en los famosos Cahiers du cinema siguiendo a su maestro Bazin que durante sus inicios el cine estuvo estrechamente hermanado con la literatura, como si también fuese un discurso narrativo. Esta similitud se mostraba a través de sus elementos: la cámara fija y centrada que a su vez estaba atada a una historia que contar de manera sucesiva y cronológica siguiendo el procedimiento narrativo: inicio, nudo y desenlace. Pero el cine no es narrativo como la música no es narrativa. Puede contarse pero no puede narrarse de manera tradicional pues ¿Cómo traducir una imagen? ¿Describiendo sus elementos? ¿Haciendo una enumeración pormenorizada de lo que aparece? Y si aparece más de una imagen en un mismo plano ¿qué? Los lenguajes de las imágenes como el de la música son extranjeros del discurso, no se pueden reducir a una cantidad de enunciados pues exceden todo discurso y corren el riesgo de quedar demasiado cortos, demasiado largos o demasiado pretenciosos pues parece que imagen y palabra se encuentran en clara descompensación y no están unidas sino que se encuentran más bien a una distancia insalvable. Es el cine quien más pone de manifiesto esa distancia.
El cine es una masa plástica, es imagen (imagen y movimiento e imagen y tiempo). El cine es una continua aparición de imágenes, la realidad, como dirá Godard “veinticuatro veces por segundo”, es decir, una reproducción de imágenes sin nexo alguno –y si lo hay, debe ponerlo el propio espectador– dentro de esa sensación puramente óptica y sonora. Así, en el cine de Godard, todo puede ocurrir en cualquier momento, todo es posible en un espacio cualquiera, a una gente cualquiera que podemos ver desde Al final de la escapada, Pierrot le fou o Vivir su vida hasta Film Socialism o Adiós al lenguaje. En ese mismo sentido, uno de los cineastas más influidos por el cine de Godard junto con Tarantino, el alemán Wim Wenders dice: "Rechazo totalmente las historias pues para mí engendran únicamente mentiras, nada más que mentiras y la mentira más grande consiste en que producen un nexo donde no existe nexo alguno. Pero por otra parte necesitamos de esas mentiras, al extremo de que carece de sentido organizar una serie de imágenes sin la mentira, sin la mentira de una historia. Las historias son imposibles pero sin ellas, no nos sería en absoluto posible vivir".
Dice el cineasta francés “no hay imágenes justas sino justo una imagen” que debe estar compuesta veinticuatro veces por segundo como un cuadro vivo
No nos es posible no narrar lo visto (del mismo modo que nos resulta imposible no narrar lo vivido). Es aquí donde subyace el genio de Godard: el montaje se torna el estilo de cada cineasta pues es el sentido mismo que quiere darle a una obra siempre con una libertad absoluta de interpretación (porque probablemente no haya nada que interpretar sino más bien que experimentar). Dice Godard que para transmitir algo a través de la pantalla se debe hacer pasar al espectador por las mismas sensaciones visuales que le permitan captar esa sensación que quiere transmitirse –con todas las dificultades que eso entraña-. Su montaje –pues es el primer arte que ha sido hecho para ser visto cientos de veces y ser reproducido técnicamente y no poseer original– viene marcado por una clara voz en off siempre detrás de la imagen, como intentando captar lo no captable, hacer visible lo invisible, narrar lo imposible de ser narrado porque se ve. De esta forma, hay una ruptura entre la imagen-palabra-sonido. Por un lado la imagen que aparece, el discurso que se oye y el sonido que se capta. Es aquí donde aparece la importancia también del color dentro del cine de Godard y otra de sus constantes más relevantes “no es sangre, es rojo”. Se trata de transmitir sensaciones y el color será sinónimo de afecto, no es mostrar las cosas literariamente ni como metáforas sino en su sentido literal, así dice siempre el cineasta francés “no hay imágenes justas sino justo una imagen” que debe estar compuesta veinticuatro veces por segundo como un cuadro vivo.
¿Cómo si se hubiera hecho siempre cine sin saberlo? ¿Cómo si la realidad fuera en sí misma cinematográfica? Por una parte la realidad siempre ha estado ahí, pero el cine viene a focalizar una parte de la realidad: darle vida orgánica a lo inorgánico (casas, enseres, muebles, tejados, ropas, edificios), a extraer el movimiento de los cuerpos, a apostar por unos grados de luz más o menos pues todo acontece ahí: entre la luz y la blancura. En la percepción definida como cine nunca hay más realidad de la que se nos puede presentar sino que por el contrario, siempre hay menos en tanto que el plano es siempre una composición menguada del conjunto y la atmósfera de la realidad que se filma. La cámara es sustractiva. La cámara que se fuga, los espejos, la exageración de la luz; si hay un elemento narrativo o formador de discurso es la cámara que nos ayuda a construir la historia con un ojo gris de máquina y a construir el tiempo no desde el recuerdo, la memoria o el futuro sino desde los espacios. El cine pone de manifiesto las dos formas de la intuición pura: espacio y tiempo pierden su concepción original y mutan constantemente. Pero en estas mutaciones aún hay resto de discurso, resto de historia sin la que nos es imposible vivir o contar para narrar la vida y lo vivido. Porque como bien demuestra Godard en sus Historias del cine, aún no estamos preparados para esas únicas imágenes sin ningún punto de discursividad conceptual y discurso. Es un proceso en el que estamos. Nosotros somos los encargados de realizar los propósitos de ésta estética y artes “nuevos”. Siempre un resto de significante, un resto de discurso, un resto de historia, de nexo “sólo necesitamos un poco de orden para protegernos del caos”.
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