Sobre "El Anticristo" de Joseph Roth
Todo lo sólido se fuga

La revelación de un grado de pesimismo que no es conveniente mostrar a un público amplio.

07/09/15 · 8:00
Cancán en el Bal Tabarin. París 1936. © Fotostiftung Schweiz, Winterthur. / Gotthard Schuh

En el año 1936 Joseph Roth no consideraba estar en condiciones de escribir artículos. Llevaba haciéndolo toda su vida adulta con una frecuencia y calidad apabullantes. Pero en aquella fecha la sensación de derrota –o más bien, la evidencia de la derrota de un modo de concebir el mundo– se le impuso esquilmándole el humor, la fantasía, la mirada que ve poéticamente las cosas y, hasta de algún modo la fe, aquella a la que se aferraba para no tirarse al Sena. Imposible fue arrebatarle la contradicción, esa esencial característica de su personalidad que lo hacía trágicamente humano.

Roth fue uno de esos pocos hombres modernos capaz de sentirse a sus anchas en la contradicción, la tensión de los opuestos, el antagonismo, los dissoi logoi. Su esencia era la paradoja. Podía muy bien ser al mismo tiempo pacifista que soldado imperial, monárquico que liberal, judío que católico converso ortodoxo «incluso militante» o ateo. «–¿Cree usted en Dios, alférez? –Le preguntaba a su amigo von Cziffra participándole de inmediato su singular modo de pensar:– Sé que no existe, y sin embargo creo en él. Paradójico ¿no?». Se trataba de una fuga sin fin por el laberinto que tejen la multiplicidad de posibilidades de la existencia. Esa misma, más que necesidad, esencialidad, de serlo todo, de pensarlo todo, de juntarlo todo, de conciliar en sí mismo los innumerables fragmentos que constituían su mundo moderno era lo que le impulsaba a inventar también todo o casi todo.

Roth aderezaba la realidad con inexactitudes –cuando no mentiras descaradas– para hacer de ella algo más significativo, más poético y por consiguiente más evidente que la pura verdad. Como escritor, conocía con precisión cuánta necesidad hay de artificio para llegar al fondo de las cosas. Sólo que en él, el artificio ocupaba prácticamente toda su expresión. En las novelas, por supuesto, pero también en los artículos de prensa (donde aquí o allá hacía aportaciones), en las conversaciones (donde gracias a esa misma facilidad brillaba como contertulio en los cafés) y en su propia persona, pues era, hay que decir, el primero en creer los relatos donde se incluía de personaje, de testigo o de ambas cosas.

Roth había acumulado una gran riqueza de anécdotas y paisajes viajando sin descanso por toda Europa y parte de Asia. Acompañado de una penetrante capacidad de observación, un sagaz conocimiento de la condición humana, un puñado de lenguas y tres maletas, viajó en calidad unas veces de corresponsal, otras de simple viajero y otras, las últimas, como exiliado o «desterrado» cuando no pudo ya regresar a su patria (ese Imperio Austrohúngaro que reivindicó hasta quedarse sin aliento) ni sus libros (escritos en lengua alemana) ser vendidos en ninguno de los países de la coalición.

Además de esa vida errante que lo especificaba, quizás más que su origen, como judío, hay que señalar como otra de las fuentes de su maná creador, ese mismo linaje que lo unía inexorablemente con una antiquísima tradición de oradores y narradores (el Talmud es una monumental antología dialéctica de comentarios, debates y discursos sobre el Antiguo Testamento). Aunque con toda seguridad, a Roth le quedaba más cerca la vertiente jasídica de Europa del Este (había nacido en Brody, Galitzia en la actual Ucrania) relevante en lo que a nosotros respecta por la multitud de nuevas leyendas, parábolas, dichos y cuentos que incorporaron desde el s. XVIII al ya abundante acervo cultural. Estas narraciones (hagadá [גדה]), como también las de Roth, eran muchas veces irónicas, cuando no directamente humorísticas, y en ellas «el sentido permanecía oculto y sin embargo quedaba claro porque cada personaje, en cada narración, era un símbolo abstracto como un número que pareciera ocupar milagrosamente su sitio en la formulación pura de un teorema».

Con toda esa memoria vívida a sus espaldas y ese excepcional don de palabra con que había venido al mundo, no podía esperarse menos exuberancia de su imaginario. Sobre la marcha construía atmósferas, personajes y relatos con atinados y precisos detalles y un sin fin de anécdotas. Le gustaba rememorar y caer en la ensoñación cual romántico tardío en busca del tiempo perdido. Pero esta remembranza no era melancólica, lastimera o solitaria sino más bien irónica, vivaz y participativa. Se trataba tal vez, –y en afinidad con la tradición hebrea–, de transmitir un saber para que siga haciéndose vivo.

Para los oyentes de Roth (aquellos oyentes «con poca fantasía»), destramar de los hechos el arabesco era poco menos que imposible. Innecesario, incluso, saber si mentía siempre o si siempre decía la verdad. En cualquier caso, poco importa. Importa la naturalidad con que Roth manejaba el existir de acuerdo a las leyes de la poesía, únicas leyes capaces de organizar un mundo y un presente en constante en fuga, al menos… al menos, mientras la fuga fuese sólo del Tiempo.

Pronto empezaron a extraviarse otras cosas –todas las cosas– en una fuga sin fin. No se trataba exclusivamente de la ascensión del nacionalsocialismo al poder con sus inclinaciones imperialistas, fascistas, xenófobas y criminales y sus profundas implicaciones. Esto era tan sólo el síntoma más siniestro de algo mucho más hondo y por tanto mucho más oculto, que Roth sentía que asolaba los pilares de toda la civilización. La lista la encabezaban la pérdida de Dios –como centro– seguida de la pérdida del sentido de las palabras. Cual reacción en cadena le seguirían, precipitados por los acontecimientos históricos, un derrame espiritual e inmediatamente después, o tal vez antes, o quizás fue todo al mismo tiempo –imposible saber–, la decadencia del hombre y «del mundo entero».

«[M]e darán la razón por tener una visión sombría del futuro. –Decía a sus amigos–. No pienso en el futuro de Alemania, sino en el de todo el mundo. Culpable de todo ello es el alejamiento de Dios. Los hombres han creado un nuevo Dios que se llama progreso y que nos destruirá un día como Moloch […].

En el periodo de entreguerras que le tocó vivir, las leyes de la poesía tenían la partida perdida de antemano. Las palabras no eran tanto los segmentos de un idioma sino los signos con que desde Babel, podían comunicarse los albañiles de todas partes: palabras-miradas, palabras-gesto, palabras-latir. Esos eran los signos en fuga. Si el nombre de las cosas y, por consiguiente, las cosas mismas se pierden, ¿qué puede esperarse como final de la fuga de uno mismo? Para quien con total naturalidad había vivido conciliando –amando– en sí los conceptos e ideas más diversos, incluso opuestos y, por tanto, tenido el mundo por casa, que no fuese posible entenderse con una mirada significaba un desTierro insoportable, una ceguera colectiva, un presagio funesto.

Roth sentiría entonces la urgencia de escribir su Anticristo. No, como el mismo señaló, para ser escuchado por los Siete Sabios, sino para alertar a los otros setenta millones de seres humanos de aquello que veía con una intuición que entonces podía parecer exagerada pero que hoy podemos apreciar como clarividente y premonitoria. Cual gladius dei, Roth empuñaría esta vez –una vez más–, en la temprana fecha de 1934, la palabra como el único arma con que creía poder despertar in extremis a la sonámbula, cegada, humanidad.

Pero si el Anticristo era aquel que había adulterado el sentido de las palabras, tergiversado todos los valores, transformado en vulgar lo noble, torcido lo recto y afeado lo bello, seducido y corrompido a los guardianes de lo establecido, prometido el poder para repartir impotencia, dado la razón a los injustos y la sinrazón a los justos y, en resumen, mutado el orden natural del mundo, ¿qué se podía esperar?

El Anticristo de Roth nos alerta de una presencia. Cuando lo leemos hoy (recientemente editado por CapitanSwing), comprendemos que tal presencia no ha disminuido en absoluto sino todo lo contrario. La fe ciega en el progreso como vía de salvación, como proveedor de nuestras necesidades materiales, como seguridad frente a un enemigo autofabricado, como solución a nuestra propia depredación del planeta, como motor de un crecimiento interminable que adornamos con los cantos de sirena del bienestar (un bienestar que, hemos comprobado, no nos hace ni más felices ni mejores, ni más equilibrados, ni más desprendidos, ni claudicantes de los peores rasgos de nuestra condición).

Engendrar criaturas bioartificiales, revertir el envejecimiento, copiar a la nube la memoria de nuestros cerebros, fabricar órganos biónicos o producir comunidades de autómatas capaces de ejecutar una orden sin ninguna consideración ética, son sólo algunas de las posibilidades en el horizonte de nuestros futuros no muy lejanos. El hombre, ese que durante siglos nos ha conmovido cargando cual Sísifo las preguntas sobre su existir, está en vías de extinción. Se extingue a pesar de que aún no hemos aprendido aquello que desde siempre y sin mediación está en nuestras manos y que es a amar.

«Yo mismo creo que mi Anticristo es un grito honrado, no un libro […] –le escribía a Zweig en una de sus innumerables cartas.– Y lo he escrito en estado de necesidad personal, muy “personal”». Ciertamente lo escribió desde la cama aquejado de gripe y de un sin fin de preocupaciones cotidianas. Pero cuando Roth entrecomillaba “personal”, estaba señalando que las necesidades que lo empujaron «a poner por escrito un texto como si alguien se lo estuviera dictando», eran ante todo espirituales. Fue de los pocos libros que le satisficieron inmediatamente después de darlo por terminado, –él que, según Zweig, era un enemigo jurado de sí mismo–. Sin embargo, al cabo de pocos meses, se desinfló su entusiasmo. Sentía ya hablar en vano a aquellos setenta millones a los que quiso dirigirse con urgencia. La indiferencia le hería más que todas las atrocidades juntas. El alcohol y un extraño tesón por rehabilitar la monarquía de los Habsburgo (que para él venía a ser un centro) serían en breve las ocupaciones que acapararían toda su vitalidad. El desencanto abatiría a aquel centrífugo creyente, fanático anti-idiológico, apátrida y poeta alcohólico que reivindicaba, a su modo, una vuelta al origen (un origen capaz de conciliar todos los opuestos por amor, no por poder). Quien siempre estuvo en fuga, sentiría pavor por la fuga del mundo.

En 1936 Joseph Roth no consideraba estar en condiciones de escribir artículos porque «podría revelar un grado de pesimismo que no es conveniente mostrar a un público amplio, por mucho que esté preparado para escuchar la verdad» y porque tampoco creía en «esos modestos intentos de consuelo que consisten en echar una ojeada a la historia en busca de periodos sombríos del pasado y que desembocan en la advertencia […] de que no hay que desesperar porque anteayer las cosas eran más o menos como hoy». Las desgracias del pasado son sí, pasado, pero como Roth mismo advertía y nosotros estamos en condiciones de ver, en absoluto superadas.

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