Manel Aisa Pàmpols publica ‘La huelga de alquileres y el Comité de Defensa Económica’, una historia de la movilización de los obreros migrantes en los primeros años de la Barcelona republicana.
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Tenemos aquí un apasionado libro escrito por Manel Aisa, veterano activista de los movimientos sociales, antiguo militante del Sindicato de la Construcción barcelonés y secretario de la Federación local de la CNT durante la Transición. Aisa, convertido en historiador de las luchas sociales de sus antepasados, ha realizado un estudio importante sobre la memoria histórica de los desposeídos que es, a la vez, un libro muy actual, un libro de historia para nuestros tiempos de pobreza e injusticia crecientes (pisos vacíos, desahucios, malnutrición); un libro especialmente bienvenido porque nos muestra las tácticas de lucha desarrolladas por el efímero Comité (a veces llamado Comisión) de Defensa Económica (CDE), que promovió la célebre huelga de alquileres de 1931 en la zona barcelonesa.
El libro comienza con un análisis de la crisis de la vivienda en la Barcelona de la época: pisos divididos debido a la creciente demanda, casas insalubres con varias familias compartiendo un solo baño, barracas, etcétera. Los más afectados fueron los obreros inmigrantes que habían llegado para convertirse en las fuerzas de choque de la revolución industrial catalana. En el contexto de crisis política y protesta social anteriores al nacimiento de la República y tras muchos años de elevados alquileres, varios inquilinos se enfrentaron a la auténtica dictadura de los propietarios y se negaron a pagar a los caseros.
Tal como nos enseñan hoy los montajes judiciales Pandora y Piñata, esa tradición estatal sigue intacta: ante la protesta, encarcela al anarquista
La huelga resultaba atractiva por sus beneficios inmediatos: la oportunidad de ahorrarse el alquiler, que muchos obreros sólo conseguían pagar con grandes dificultades. Así, el movimiento electrizó los barrios obreros y, en poco tiempo, miles y miles de inquilinos dejaron de pagar el alquiler, convirtiendo la huelga en una lucha excepcional, en la movilización más genuinamente popular de la Barcelona republicana anterior a la revolución del 36.
Es impresionante ver cómo gentes en situaciones extremas y con pocos recursos eran capaces durante un tiempo de resistir a los caseros y a las autoridades. Como ejemplo de la capacidad espontánea de los desposeídos para imponer sus aspiraciones, los inquilinos rebeldes adoptaron unas tácticas flexibles e imaginativas, como en el caso de sus protestas delante de los hogares de los caseros.
La solidaridad era la clave de la lucha y gracias a ella siempre había hombres, mujeres y niños listos para resistir los desahucios. Si se efectuaba uno, los huelguistas intentaban reinstalar a los afectados en la casa desalojada. Si lo conseguían, el éxito se celebraba en la calle; si no, siempre había alguien que ofrecía una cama. Además, como suele ocurrir en toda huelga de inquilinos, la participación democrática de las bases en los procesos decisorios reforzaba la movilización.
Obviamente, la huelga no había salido de la nada: estaba basada en tradiciones comunitarias de autonomía y arraigada en una red multifacética de relaciones y vínculos derivados de la vecindad y el parentesco. El movimiento estaba también estrechamente ligado a la cultura radical promovida por la CNT desde la Primera Guerra Mundial. De forma paralela a la huelga, los activistas del Sindicato de la Construcción fundaron la CDE para estudiar el coste de la vida en Barcelona. Con aproximadamente el 40% de los 30.000 miembros del sindicato en el paro, no es de sorprender que los trabajadores de la construcción estuvieran detrás de esa iniciativa.
Santiago Bilbao, promotor de la CDE, vio la huelga de inquilinos como un acto importante de autoayuda económica, a través del cual los desposeídos podrían contrarrestar el poder del mercado y tomar el control de lo cotidiano. El consejo de la CDE a los obreros era: “¡Come bien y si no tienes dinero, no pagues el alquiler!”. La CDE también exigió para los parados la exención del pago del alquiler. Pero, aunque la huelga iba extendiéndose gracias a los mítines multitudinarios organizados por la CDE, la movilización era en realidad producto de las calles, de las que formaba parte mucho más que de ninguna organización.
Fue muy significativa la reacción de las autoridades republicanas, recién establecidas, a la rebelión de los humildes. De hecho, la historia de la huelga de inquilinos es la historia del rechazo popular a una república burguesa que hizo todo lo posible para apaciguar a los caseros: no sólo mantuvieron los republicanos la detención gubernativa de la monarquía, sino que utilizaron todo su arsenal de Estado –sobre todo la Ley de la defensa de la República (la Ley Mordaza de los años 30) y la Guardia de Asalto, la policía paramilitar, con sus porras ‘democráticas’– para desarticular el movimiento de los inquilinos. Así, después de encarcelar a los activistas más visibles de la huelga como presos gubernativos, las autoridades llegaron a considerar la CDE como una asociación “criminal”.
Tal como nos enseñan hoy los montajes judiciales Pandora y Piñata, esa tradición estatal sigue intacta: ante la protesta, encarcela al anarquista... Este libro no es sólo un trabajo importante sobre la memoria libertaria, también contiene lecciones importantes para quienes hoy siguen luchando contra los desahucios y en favor de una vivienda digna.
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