Lole y Manuel no necesitaban más que voz y guitarra para poner al mundo boca abajo.

En su caso suponía la asunción de un riesgo doble y una re-erotización de una música a la que había que reencontrar en otros lugares, en otras luces y en otros ropajes. Como se puede ver en todas las esquelas que han ido apareciendo a su muerte, hay una cierta fascinación ante el héroe que logró romper con lo atávico; mérito doble. Hasta aquí la versión oficial.
Algo podía pasar: no pasó seguramente nada, pero se abrieron esos espacios: espacios donde eso que nos desune llamado “política” se puede plegar para dar paso a otra cosa, acaso una comunidad, ese pueblo que se deleita con un requiebro en el verso, con una curva en el camino, un golpe de tapa o una salida por donde nadie se la espera. Eso de lo que dialogaban Demófilo, su hijo Antonio y Agustín García Calvo.
Eran tiempos de muertos en vida, homines sapientes erectos y orgullosos de su sombra. En una tierra casi ontológicamente fascista, como ésta, se fusilaba, se agarrotaba y se metía un miedo que todavía opera. Aquella música concitaba a otros muertos no verticales, no esos muertos en vida de los que hablaba Manuel, y había que llamarlos y sentarlos a la mesa, la vida entera de Antonio Mairena. El flamenco y su doble o el flamenco y su miseria. No había transición o, como se dice ahora, maridaje: Lole y Manuel, Lole o Manuel. Que cada palo aguante su vela.
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