Cómo (no) defender la cultura

Reducir la experiencia estética a la lectura o la observación contemplativa y desinteresada supone una ignorancia negligente de la riqueza de experiencias culturales posibles en nuestra circunstancia histórica.

, Profesor de Filosofía en la Universidad Camilo José Cela y en SUR. Escuela de Profesiones Artísticas | @gvelascoarias
16/05/15 · 8:00

No puede discutirse a nuestros intelectuales sus desvelos por lo que de un modo u otro coinciden en interpretar como la degradación de nuestra vida cultural, otrora mucho más vigorosa y próxima al ideal ilustrado de las sociedades regidas por el conocimiento. Los alegatos públicos que protagonizan muchos de los intelectuales de la llamada “Cultura de la Transición”, sin embargo, suelen estar teñidos de una nostalgia retórica de dudosa eficacia persuasiva. A mi modo de ver, existen razones para pensar que esta letanía se produce por una falta de diagnóstico real, imposibilitado por la asunción de un concepto heredado de “cultura” que impide a sus guardianes extender esta dignidad a otras formas de producción, comprensión y disfrute de la creatividad individual y colectiva.

Seguramente sea Rafael Argullol uno de los autores que más se prodiga en este género de alegatos. Tomemos como ejemplo el artículo “Vida sin cultura”, publicado en El País el pasado 6 de marzo. El filósofo barcelonés constata con pesimismo el erial cultural en el que se encontraría nuestro presente, una vez la “cultura de la imagen” que habría venido a sustituir la “cultura de la palabra” habría tenido como efecto una generalización de una mirada amnésica, superficial e incapaz de interrogar y de proporcionar significado. En su argumentada opinión, ni los “pseudolectores” ni los “pseudoespectadores” actuales seríamos capaces de asumir “los retos de la complejidad, la memoria, la lentitud y la soledad” imprescindibles para interpretar los grandes hitos del legado cultural.

Sin duda este diagnóstico de máximos acierta en alguna de sus precisiones. Lo que a mi juicio debe llamar nuestra atención es que Argullol interprete este panorama como prueba de que “los ciudadanos habrían dejado de relacionar su libertad con aquella búsqueda de la verdad, el bien y la belleza que caracterizaban la libertad humanista e ilustrada”. Esta estrategia argumentativa es absolutamente contraria a los fines con los que se plantea, puesto que la amonestación implícita a la ciudadanía y la nostalgia explícita hacia un arcano intelectual de indeterminada concreción histórica excluye al potencial lector de la posibilidad de participar en su presente de experiencias culturales dignas. A continuación sugiero algunas de las razones de esta posición crítica:

1. En primer lugar, ningún periodo de la historia cultural (desde luego no el Humanismo y la Ilustración que Argullol fusiona como equivalentes) han producido sus obras artísticas y literarias por mera aspiración desinteresada a la verdad y la belleza. La producción cultural siempre ha estado promovida por relaciones de poder (Humanismo) o finalidades prácticas de progreso social (Ilustración). El desinterés contemplativo es una exigencia planteada por la teoría estética que, trasladada al orden social, adolece de un fuerte resabio elitista.

2. Esta estructura argumentativa es un claro reflejo del desdén tanto de los intelectuales como de las políticas culturales institucionales hacia lo popular como medio de fomento y realización de la cultura. En lugar de transmitir la creatividad cultural y formar su potencial recepción en los espacios y mediante los lenguajes adecuados a las distintas sensibilidades sociales, estas políticas no han hecho sino interpelar a la ciudadanía para que logre elevarse al nivel de los grandes escenarios culturales. La inversión de estrategia que propongo no implicaría elevar a los altares los contenidos de la cultura popular existente, sino ocupar su espacio para que sea el vehículo y nuevo centro de la cultura que queremos, pues hay en las prácticas populares una creatividad simbólica eficaz, capaz de generar y renovar marcos de sentido. El programa de cultura que Podemos ha configurado para la Comunidad de Madrid es un perfecto reflejo de este cambio de perspectiva, como prueba el énfasis en la recuperación de la música y de las festividades populares como motivo de reunión alegre y creativa. Dicho de otro modo: ni un local de música nocturna es solo un espacio para el desenfreno juvenil ni la pradera de San Isidro debería ser una pasarela de casticismo con olor a gallinejas: ambos pueden ser espacios privilegiados para cultivar la sensibilidad de modo festivo y comunitario. Frente a esa postura, que buscaría recuperar la dignidad cultural de los rituales colectivos, la idea de la experiencia cultural como ejercicio solitario de perfeccionamiento (solamente en soledad se llegaría a disfrutar plenamente de un libro, una sinfonía o una película de culto) reincide en la misma ideología individualizante de la que adolecen prácticas de consumo en principio más corrompidas por la lógica de la mercantilización.

3. Los ejemplos empleados por Argullol (el David de Miguel Ángel, La Gioconda de Leonardo) son signo de una concepción del bien cultural que oscila entre el fetiche y la excelencia. Con este último término entendemos el criterio de programación cultural basado en obras consolidadas sobre las que existe un consenso previo. Obviamente, la excelencia es fundamental para la divulgación y el mantenimiento financiero de las instituciones culturales. Pero no menos cierto es que la excelencia excluye del ámbito de lo cultural los espacios para una experimentación que, lejos de suscitar consensos, busca poner en crisis los discursos e imaginarios hegemónicos, suscitando preguntas, expectativas y deseos cuyo interés trasciende el del mero fetiche pseudo-turístico que suelen utilizar como señuelo los grandes eventos culturales. Sirva para ilustrar esta dicotomía el contraste entre el abrumador éxito de la exposición sobre Dalí organizada en 2013 por el MNCARS y la sistemática persecución institucional de centros de cultura experimental como el Patio Maravillas de Madrid.

4. Por último, cabe advertir que reducir la experiencia estética a la lectura o la observación contemplativa y desinteresada supone una ignorancia negligente de la riqueza de experiencias culturales posibles en nuestra circunstancia histórica. La lectura que se acerca al texto con afán comparativo, privilegiando los aspectos formales y buscando variaciones a los grandes interrogantes de la humanidad no es la única estrategia de lectura válida. Tampoco lo es, en el otro extremo, la lectura adolescente (que busca la identificación con el relato) ni la inocente que persigue meramente la evasión. Pero todos estos niveles de acceso al texto son necesarios para que la lectura genere en un nivel simbólico y ficcional una transformación subjetiva y una comprensión ideológica no siempre accesible fuera de la ficción. Y de modo análogo, en lo que concierne al ámbito de la imagen, reivindicar la contemplación aurática de la obra de arte en la época de su reproductibilidad digital y de la implicación performativa del receptor resulta un arcaísmo ciego a las nuevas modalidades de disfrute y recepción activa.

En lugar de letanías nostálgicas por la imposibilidad de retornar a una modalidad histórica de cultura ligada a las condiciones sociales y tecnológicas de épocas pasadas, nuestros intelectuales deberían bregar por difundir entre el gran público la infinidad de manifestaciones, niveles de intensidad y de acceso a la experiencia cultural en la sociedad contemporánea. Al reincidir en el lamento despectivo nos arriesgamos no solo a que los ciudadanos rechacemos la cultura, sino sobre todo a que ignoremos el significado cultural de las vivencias, actividades y estrategias de comprensión que desempeñamos con alegría en nuestro entorno inmediato.

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