‘El hombre más buscado’ usa la figura de un inmigrante sin papeles como catalizador de una crítica a los abusos en materia antiterrorista.

En 2008, John Le Carré (El espía que surgió del frío) publicó El hombre más buscado, obra vagamente inspirada en las vivencias de Murat Kurnaz, exprisionero en la cárcel de Guantánamo. El escritor británico convertía la historia real de ese residente berlinés, detenido durante una estancia en Pakistán, en un relato de inmigración irregular y abusos por parte de diversos Estados.
La adaptación cinematográfica homónima, dirigida por Anton Corbijn (Control), comienza con una inmersión mínima en la exclusión que padece un migrante sin papeles. Se nos presenta a un hombre checheno víctima de torturas, cuya llegada a Alemania despierta la preocupación de los servicios de inteligencia. Rápidamente, la narración se abre a otros escenarios para tratar fugazmente las vergüenzas del sistema bancario y, sobre todo, para cuestionar los métodos de las agencias de seguridad occidentales.
En la cloaca institucional
En el filme, Corbijn ensaya una variación del thriller estilizado y pausado que trabajó en El americano. Retoma un laconismo aquí más explícitamente turbio, que destaca por la ausencia casi total de acción espectacularizadora. Observar la violencia psicológica bajo el prisma estético del cineasta, de un distanciamiento sutilmente embellecido, puede resultar peligroso.
Con todo, la película desciende a la cloaca de la lucha antiterrorista emprendida por el autodenominado primer mundo. Superproduciones como Green zone o Skyfall ya habían aunado guiños antipolíticos y elogios de instituciones suprademocráticas.
Aunque se plantee como una ficción de dudas éticas, El hombre más buscado cae en derivas similares: una agencia antiterrorista alemana, secreta e ilegal, está más inclinada a respetar los derechos civiles que las estructuras legalmente vinculadas con el Gobierno.
El personaje que sirve de nexo con la audiencia es el líder de esta unidad, Günther Bachmann, interpretado por Philip Seymour Hoffman. Bachmann secuestra, manipula, amenaza, pero desprende un aura de malestar peligrosamente atractivo: la audiencia puede aceptar sus abusos apesadumbrados, que se representan como como males menores en comparación con las medidas propuestas por otras agencias.
Al final, la ficción pivota sobre este personaje, quizá no sólo por los peajes del star system sino también a causa de las convenciones del género y de la aplicación, por parte del audiovisual masivo, de un cierto racismo por motivos comerciales. Porque la ficción comienza presentándonos a un musulmán sospechoso, clandestino... e inocente. Pero una víctima difícilmente puede jugar un rol protagonista, reservado en el thriller a héroes o antihéroes. Y el 'otro', el no occidental, sólo puede encabezar proyectos fílmicos muy concretos. Así que las peripecias del checheno Issa Karpov acaban sirviendo para hablar no de él sino de nosotros, del Occidente que sacrifica sus libertades.
Exponente fiel y sobrio del cine de espionaje, El hombre más buscado apuesta por una red de engaños de todo tipo, incluidas mentiras piadosas y contradicciones tremendas. En este contexto de paranoia más o menos nihilista, el intento de superar una lógica binaria de héroes y villanos deviene una gradación de grises. Y ahí es donde Bachmann resulta, por descarte, el referente ético de una sociedad desesperanzada.
La película parece alinearse con ese Hollywood descreído, de pensamiento único, donde la sensibilidad 'demócrata' de Los idus de marzo liquida cualquier ideal, asume el concepto de mal necesario y sólo le añade un cierto sentimiento de culpa. La caminata final de Bachmann, que se aleja del escenario de su última derrota moral sin mirar atrás, supone un gesto de interpretación abierta: sea una dimisión o un simple hartazgo coyuntural, sirve de metáfora de ese Occidente que se avergüenza de sí mismo pero no modifica su ruta.
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