El régimen carcelario chino ofrece hambre, torturas, insalubridad, privación, arbitrariedad, violencia y todo tipo de “extras “ en nombre de la “reeducación para beneficio de la comunidad”.
I
Dar cuenta de una experiencia de violencia extrema resulta siempre problemático e insuficiente. Problemático porque habitualmente el trauma dificulta poder representar lo vivido pero también porque, en el caso de lograrlo, aún queda encontrar la forma en que tal experiencia sea transmitida, no ya fielmente –pues siempre portará las carencias del recuerdo subjetivo– sino desde una posición en que la víctima no reproduzca, aún de forma inconsciente, el esquema de poder. Esa forma, si llega, llega cuando la víctima es capaz de superar su rol de víctima: cuando deja de anteponer su propia posición al objeto del que se ocupa.
Insuficiente porque ningún lenguaje, salvo quizás el de la poesía, es capaz de trasmitir el horror que, en su inexplicabilidad, no puede ser reducido por ningún medio de ordenación. Aunque sea esa posible ordenación de la experiencia hecha lenguaje la que necesite la víctima para poder pensar lo ocurrido, en el momento en que tal explicación (reducción) llega, la experiencia, o mejor dicho, su recuerdo, pierde las aristas, recovecos, nebulosas, intensidades, matices, silencios y arbitrios y queda más o menos fijo en la fórmula alcanzada. A tal fijación hay que añadir el trabajo obstinado del tiempo: cuanto más lejanos se encuentren los acontecimientos, más se consolida la “verdad” que haya sido reproducida –y repetida– desde entonces.
Cuanto más lejanos se encuentren los acontecimientos, más se consolida la “verdad” que haya sido reproducida –y repetida– desde entonces
Además, como apunta D. LaCapra en Escribir la historia, en la vivencia del acontecimiento extremo subsiste siempre un exceso irreprensentable. También P. Levi y G. Agamben, desde sus respectivos y diferentes lugares, remarcan esta idea de que la experiencia del hundimiento total es siempre –necesariamente– una narración indirecta, la reconstrucción parcial de algo no vivenciado por el sujeto que aporta el testimonio. En el centro subsiste una laguna. Los hundidos no pueden ya tomar la palabra.
Pero a pesar de los límites y circunstancias en que se expresa –y recibe– tal testimonio, resulta necesario, cuanto menos, el intento de llevarlo a cabo. Como vía de superación, sí, pero también, y siguiendo el análisis de Agamben, para que el silencio y el extrañamiento no sacralicen la experiencia del horror; para no adorar su “gloria” (halo demoniaco) como de dios innombrable. Hacer memoria, narrar, historizar… es, a pesar de todos las dificultades, restituir la humanidad –la relación de medida– al suceso. En los límites de su representación podremos siempre mirar a ambos lados, hacia el centro acotado y hacia afuera, hacia esa “laguna” (más semejante al espacio sideral) cuya extensión imprecisa siempre será mayor que aquello que acota. Lo que queda fuera, más allá, es siempre más grande. De tal certeza deriva la posibilidad de recibir –y también de elaborar– el testimonio con una medida más justa: despojado de su aura de totalidad.
La reivindicación de testimonio es también una reivindicación de justicia. Mientras muchos se esfuerzan en no ver y olvidar lo que tienen delante y no quieren saber, los ultrajados, en común con los muertos –y son la más absoluta mayoría– necesitan del recuerdo para escapar de su condición. El recuerdo de cuando estaban vivos los unos, y los otros, el recuerdo de su experiencia como vía para restablecer el equilibrio en la relación de fuerzas. Dar voz, manifestar, transmitir, hacer pensable la realidad de los más débiles es, en todo caso, un acto político y ético –cuando no, heroico–. El modo en que participamos del presente es indisociable de la prefiguración que nos hacemos del pasado. De ahí la importancia de la memoria histórica. Una memoria que en ningún caso debería quedar fija al arbitrio de los vencedores.
Aunque resulte tentador, no debemos engañarnos respecto del aprendizaje social que debiera derivarse de la versión de estos otros, los ultrajados. Tal aprendizaje es improbable. La Historia, a su manera, se repite. La brecha que divide a los vencedores de los vencidos, a los pobres de los ricos, a los poderosos de los oprimidos, a los huraños de los necesitados, a los violentos de los mansos… no se estrecha nunca, tan sólo cambia de nombre y a veces, superficialmente, también de apariencia: el color, el sexo, el hábito, la lengua… Pero como en la leyenda de los treinta y seis justos, cuyo número debe permanecer inalterado para que el mundo, tal cual lo conocemos, no desaparezca, la voz de quienes habitualmente permanece silenciada debe de tanto en tanto alzarse, reivindicar su presencia y hacerse oír. Esa voz, junto a la de aquellos que pasaron tiempo ha por situaciones similares, forma, para quien les presta atención, una suerte de constelación armónica: guía en la oscuridad más profunda de la noche. Ese debería ser el consuelo, también el fin de quien testimonia.
La voz de quienes habitualmente permanece silenciada debe de tanto en tanto alzarse, reivindicar su presencia y hacerse oír
Desde Austchwitz –históricamente la experiencia extrema de mayor alcance– las muchas voces que se han ido uniendo a esa constelación nos confirman el rumbo del mundo. Un rumbo carente de virtud y justicia, un rumbo sin esperanza. A lo largo y ancho del globo, en Chile, Venezuela, Uruguay, El Salvador, la URSS, Irán, Camboya y también Israel, Marruecos, China, EE.UU, Egipto… –son sólo un puñado de ejemplos–, llegan los testimonios de quienes a pesar de haber sufrido, no han sucumbido a la violencia de Estado, a la arbitrariedad de las leyes, a la rigidez y sinrazón burocrática, al extremismo, al fanatismo, a la opresión y al desamparo humano. Su victoria es amarga. En el camino necesariamente han debido perder la identidad que cada cual portaba antes de la experiencia. Tras de esa pérdida –la pérdida, en otras palabras, del último vestigio de inocencia que es también el último asidero para la esperanza– a veces se esconde una fractura aunque sutil, de gran hondura y transcendencia: la imposibilidad de mirar ya el mundo como un continuum (sin antes y después, sin ellos y nosotros, sin buenos y malos). Cuando tal fractura toma cuerpo en el testimoniante, su legado se asemeja a un cuchillo que busca a su vez herir el continuum del resto. Si esto ocurre, es necesario poner en tela de juicio, a raíz de la experiencia extrema, quién es quien ha resultado finalmente vencedor. Si la víctima reproduce al victimario como su contrario especular, lo único que le diferenciará de aquel es el tipo y cantidad de medios a su alcance.
En ocasiones, como supo ver D. Grossman, esa mímesis cobra cuerpo, casi imperceptiblemente, a través del lenguaje. La víctima asimila la forma reducionista (en base a clichés, consignas, lemas y estereotipos) en que sus opresores explican/piensan la realidad. El lenguaje “oficial” va tomando cuerpo en el lenguaje privado aún cuando en un principio se rechace. Y con el lenguaje, la forma de pensar la realidad. La capacidad de expresar los matices y los hilos más delicados de la existencia pueden resultar profundamente hirientes en esas circunstancias, porque recuerdan –sigo citando a Grossman– esa pródiga realidad de la que nos han despojado, su verdadera complejidad. Cuanto más plano es el lenguaje empleado para describirla, más notorio el daño recibido. De esa reducción, ¿es posible darse cuenta?
II
En 1989, las manifestaciones ciudadanas contra el represivo gobierno del Partido Comunista Chino finalizará con la matanza de los estudiantes en la plaza de Tiananmén. Liao Yiwu, por entonces un joven poeta «cuyo horizonte vital lo constituían la literatura y las disipaciones bohemias al uso» escribiría “Masacre” y “Requiem” como respuesta a aquellos acontecimientos. Yiwu quería dar voz a su malestar. Un malestar relacionado antes con la represión de la libertad de expresión que con el baño de sangre. Al igual que la mayoría de los jóvenes, el poeta «estaba demasiado absorto en [sí] mismo como para pensar en otras cosas, prestar atención a la política o a los asuntos ordinarios». Pero en aquel momento no pudo mirar hacia otro lado. La necesidad de encontrar un cauce público a la incomodidad que le produjeron los sucesos fue más fuerte que la cautela por posibles represalias.
Yiwu, que no dejaba escapar ninguna ocasión para hacer lecturas públicas de sus poemas, acabará por caer en manos de la policía
El gobierno cuya tendencia en los últimos años había sido de un ligero –ligerísimo– aperturismo y relajación del férreo control de la opinión pública, tomó de una día para otro la dirección contraria persiguiendo y reprimiendo toda alusión pública a la masacre. Yiwu, que no dejaba escapar ninguna ocasión para hacer lecturas públicas de sus poemas, acabará por caer en manos de la policía. A pesar de no haber cometido ningún delito según las leyes del momento –ya se sabe que en los gobiernos dictatoriales «se fabrican tantas acusaciones como haga falta para inventar el delito»–, permanecerá cuatro años encarcelado. En Por una canción, cien canciones recientemente editada por SextoPiso cuenta su experiencia como preso político. El libro tiene el valor del testimonio histórico. El valor, como apuntábamos anteriormente, de servir de cauce a la superación del trauma de haber vivido bajo condiciones infrahumanas. Salvo por la crucial diferencia con Auschwitz, donde el objetivo era el exterminio, y con una gran semejanza con el Gulag, el régimen carcelario de la China comunista ofrece igualmente hambre, torturas, insalubridad, sistema de clases donde los presos “controlan” el comportamiento de otros presos, trabajos forzados, privación de aire y de luz, arbitrariedad, violencia y todo tipo de “extras" en nombre de la “reeducación para beneficio de la comunidad”.
En carne propia, Yiwu vivencia esta estancia en el infierno. Una estancia, a pesar de todo, con un puñado de ventajas siendo como era un preso político que en ocasiones caía bien a sus carceleros y su condena tenía una duración determinada. En carne ajena, presencia innumerables excesos que no pudo privar a sus ojos de ver (ciertas realidades de las que uno querría mantenerse al margen son capaces de violar la conciencia aunque físicamente se tengan cerrados los ojos). Entre delincuentes comunes, su formación intelectual destaca. Se hace cargo de escritos de apelaciones, de cartas a familiares, de últimas voluntades… Fija en su memoria gran número de detalles. Se aproxima, unas veces con simpatía otras con temor, pero siempre con curiosidad, a sus compañeros de infortunio ya sean asesinos, ladrones, violadores o presos políticos con quienes entabla relación. La reconstrucción de las conversaciones que tenía con éstos últimos quizá sea lo más destacable de estas páginas donde el autor se impone la misión de relatarlo todo.
Pero es esa imposición lo que acaba por generar una sensación incómoda. El afán totalizador pretendidamente garante de verdad lo que aleja de su testimonio. No es sólo la acumulación de horrores en donde no se escatima ningún detalle como intentando demostrar que no se ha retrocedido ante nada, es también la falta de reflexión sobre los límites de una memoria traumada, el empleo de un lenguaje que no grita desde el conocimiento de su imposibilidad: fragmentario, elusivo, dubitativo, poético –que no lírico–, el uso de efectos estéticos con retoques manieristas de imágenes, la perspectiva por momentos fatigosamente egocéntrica, la preocupación por retocar la imagen que de sí y la situación se quiere transmitir y el tardío (e insuficiente en resultados) examen de conciencia sobre la preferencia de las «ambiciones mundanas» frente al «aprendizaje espiritual» que uno anhela –quede dicho también, desde la comodidad de su sillón,– sea alcanzado en tales circunstancias.
El afán totalizador pretendidamente garante de verdad lo que aleja de su testimonio
A todo esto habría que añadir una consideración más: la perplejidad que surge del hecho de que Yiwu, habiendo sido poeta antes de su encarcelamiento, se aleje después de la poesía. Ese antes y después tan marcado ¿a qué se debe?, ¿se trata de un salto cultural sobre cómo se entiende que debe ser la poesía: su foco, su alcance, su temática?, ¿es, en cambio, el resultado de una cura de humildad que tuvo lugar durante aquellos años de prisión sobre las propias capacidades como escritor en el medio poético? o ¿no estará esa “retirada” apuntando a la erosión traumática del suceso?, ¿no será esa "prosa ineficaz" el mayor testimonio de la destrucción de una identidad?, ¿a caso no era el abandono del medio poético por parte de Yiwu uno de los objetivos que perseguía la “reeducación” carcelaria?
Por una canción, cien canciones tiene el mérito de la «denuncia de las condiciones deplorables en que se encuentran los presos ordinarios y no sólo los disidentes famosos» en la China actual, de la voz que «recuerda a quienes están al otro lado del muro», del «camino que procura un sentimiento de dignidad», del documento para la reflexión histórica. Haber podido sacar adelante semejante declaración inmerso en el país a cuyo gobierno se acusa de tomar represalias violentas hacia sus disidentes es sin duda el logro por el cual merecer no sólo atención sino el mayor de los respetos.
III
La voz de Yiwu ya forma parte de ese coro de voces apiñado a los pies del ángel de la Historia el cual querría quedarse a unir lo destrozado; pero no puede, sus alas se han quedado enredadas por la fuerza de una tormenta que viene del Paraíso. La tormenta se llama progreso. En su nombre es que se amontonan las ruinas indistinguibles de los muertos (y los heridos de alma) obstaculizando la única salida. El ángel calla, la tormenta truena. Difícilmente puede escucharse por separado cada una de las voces. Tan sólo en conjunto se puede llegar a distinguir, con la mayor de las atenciones, una melodía tan triste como ineficaz. Está ahí para indicar a quien escucha que no están solas.
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