El rechazo al extranjero suele apoyarse en argumentos “culturales” "identitarios" obviando su discriminación social y económica.

Cuando leemos los periódicos (el asesinato de un ciudadano rumano, una reyerta entre gitanos o una noticia intrascendente como el primer gol de un jugador “negro” del Athletic de Bilbao) o simplemente escuchamos las conversaciones en los trenes, metros, autobuses o calles, se percibe un aumento preocupante de comentarios, actitudes y reacciones con nítidos tintes xenófobos.
En las estadísticas sobre bienestar de la población crecen los índices de rechazo a los inmigrantes y se extiende la repulsa social a que los extranjeros sean beneficiarios de cualquier prestación pública. Al mismo tiempo, aumentan las denuncias por agresiones contra ellos y ellas y por casos de discriminación en el acceso a la sanidad, servicios sociales públicos, vivienda o locales de ocio privado. Parece que el mejor indicador del deterioro del sentido cívico no es tanto el incremento de los índices de criminalidad, sino el crecimiento de una población deseosa de que se criminalice y castigue a sus ciudadanos más marginales. En consecuencia, se desactivan las luchas sociales y políticas por el derecho a la ciudad de todas las personas, sin excepción, produciéndose una descenso de la responsabilidad política colectiva y de la reflexión democrática.
En general, el rechazo al extranjero suele apoyarse en argumentos “culturales”, casi nunca en razonamientos ponderados sobre las verdaderas razones de su discriminación social y económica (un marxista diría, análisis de clase). Es decir, lo que les segrega es la diferencia identitaria y no la pobreza. El aval de ciudadanía, la garantía de integración en la comunidad, únicamente estaría asegurado por la adscripción de esos sujetos a determinadas formas de vida o relatos culturales enraizados en convicciones populares, en demasiadas ocasiones resultado de un proceso enfermizo de ensimismamiento social. Además, esa certeza sobre la diferencia cultural –en cuanto verdad o como principio– suele llegar a ser inevitablemente totalitaria y, con demasiada facilidad, converge con actitudes individualistas de absolutismo moral.
Por el contrario, frente a esa concepción cerrada de la identidad, la condición de ciudadana siempre debería ser el resultado de un contrato social nunca completo, porque la pertenencia a una cultura, en términos existenciales, nunca es algo natural, más bien es la consecuencia de una permanente discontinuidad que se naturaliza al mismo tiempo que se altera.
Según precisó Sigmund Freud, la cultura es una especie de convención por la cual cedemos parte de nuestra libertad a cambio de la seguridad de la convivencia y la comprensión mutua, pero ese pacto siempre deja restos insolubles, ininteligibles por donde se cuelan la materia de los sueños, la capacidad creadora –el arte–, la voluntad transgresora o las nuevas subjetividades, en definitiva, los largos procesos de transformación social y cultural que reconfiguran el mundo que habitamos. El malestar en la cultura –que precisamente da título a unos de sus ensayos principales– consiste en ese permanente desajuste del sujeto que se ve desplazado de su vivencia cotidiana y en los procesos continuos de recontextualización de las nuevas significaciones sociales que se ve obligado a realizar.
Como dice Wendy Brown, en La política fuera de la historia formular el problema de la diferencia como disputas entre católicos o musulmanes, negros o blancos, rumanos, españoles o vascos, en lugar de comprender el carácter antagonista de esas identidades como algo en parte producido por determinadas operaciones históricas (colonialismo, capitalismo, etc.) constituye una postura claramente deshistorizante y despolitizadora. Es un tipo de actitud que conduce, de hecho, no tanto a la elaboración de análisis y búsqueda de estrategias políticas eficaces para la construcción y mejora de la democracia, sino al lamento o culpabilización moralista y a la personificación del conflicto histórico en individuos, castas, religiones, tribus o nacionalidades.
Querer mantener la pureza de la cultura de un pueblo mediante la extirpación sistemática de las formas de vida extrañas o evitando todo tipo de influencias externas –un pensamiento que hoy se defiende cada vez más con gran pasión por los partidarios de las doctrinas racistas– es tan antinatural como infecundo y solo muestra que los soñadores de la autarquía cultural piensan en una Europa excluyente, encerrada en las propias murallas de sus viejas naciones. Si Europa quiere seguir jugando un papel importante en este mundo globalizado, debe comenzar por entenderlo bien y comprendernos mucho mejor entre nosotros y nosotras. Como decía Hannah Arendt la pluralidad es la condición de la acción humana debido a que todas las personas somos lo mismo, es decir humanos, aunque nadie sea igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá. Así pues, nada mejor que la cultura –entendida como crisol de diversidades y herramienta para la transformación social– y la libre circulación de saberes para la lucha contra el fanatismo y el racismo.
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