Testimonio: Antonio Marco Molés
El carrusel del alma humana

Lo que pasa es ese carrusel del alma humana –un alma a flor de piel– girando sobre su propio eje.

02/03/15 · 10:48
“Hombre ligeramente bestializado I. Camuflado.” 1981 (fragmento) / Antonio Marco Molés

De nuevo, después de cincuenta años, Antonio Marco Molés –hoy octogenario– expone en solitario. En todo este tiempo, entre aquella exposición individual en el Ateneo Mercantil de Valencia en 1964 y ésta que acoge hasta abril el Museo de Bellas Artes de Castellón, Antonio ha permanecido fiel a sí mismo. Fiel al margen. Al margen de los focos, pero también al margen de la abundancia material y el reconocimiento generalizado, al margen de las modas estéticas y al margen de los compromisos contractuales con todo lo que ello implica. Una fidelidad tal significa renuncia y resistencia. Y también: soledad (muchas más veces grave que liviana) y angustia de libertad y tesón en la fragilidad y espanto de voluntad y estupor del paisaje humano…

Su sobrino y comisario de la exposición, el arquitecto Juan Marco Marco, cuando habla sobre su tío encuentra con acierto la expresión “una idea, una vida”. Porque Antonio, durante toda su vida ha permanecido constante en la idea de querer desvelar las apariencias. Las apariencias de los hombres, sus mascaradas y falsedades. Desvelarlas con la férrea intención de dar cuenta, mediante el arte de la pintura, de la condición humana o más precisamente, de la expresión de esa condición. Sus óleos, dibujos, gouaches, ceras y collages son un tremendo carrusel. Carrusel de emociones y de arquetipos y de bestias humanas y de humanos bestializados.

En él, aparecen indisociables el poderoso, la prostituta, el eclesiástico, el obrero, el pobre, el militar o el desamparado. Ninguna diferencia. La máscara iguala como una piel de la que no podemos deshacernos, que no somos capaces de ver a pesar de, o precisamente por lo tan continua y tan propia. "No hay que extrañarse, la educación y los traumas adquiridos [nos] condicionan". La máscara, en Antonio, es lo único que se hace presente.
 

El conjunto de la obra de Antonio es un índice detallado de esas variaciones que enuncia combinando gestos (trazos) y palabras y que acabarán formando su vocabulario

Incluso las emociones son "las máscaras ocultas del hombre": las respuestas aprendidas para protegerse del acontecer. El miedo, la ansiedad, la ira, la necedad, el hastío, el desamparo y también, aunque llamativamente menos, el calor humano, avanzan una tras otra –y una y otra vez– abriéndose paso por entre las manchas con las que compone. Entre el dolor, el odio o la abulia tan sólo la diferencia en el gesto de unos trazos y de algunas palabras que a modo de título los ilustran. Palabras que suman, que dan brillo, que acompañan el sentido sin cerrarlo.

El conjunto de la obra de Antonio es un índice detallado de esas variaciones que enuncia combinando gestos (trazos) y palabras y que acabarán formando su vocabulario, el modo personal en que poder expresar la complejidad del mundo (o más bien, en el caso de Antonio, del interior del mundo). ¡Un exhausto monólogo! Porque así, en la simplificación –ese rasgo dominante de la sátira que consigue la máxima expresividad con el número mínimo de elementos– lo esencial se hace más evidente.

En ocasiones es necesario 'deformar' para hacer ver más claro, salvo que en este caso, Antonio no se propone 'deformar' sino que ve claramente la deformidad del ser humano, su bestialidad y su fracaso. Lo asombroso es comprobar cómo, a pesar de ese insidioso conocimiento –camino común de locura, amargura y depresión–, dejan indemne en él un profundo afecto. Su obra es, gracias a ese afecto, también una obra de triunfo. Un triunfo que no es éxito, ni voluntad de poder, ni vanidad sino el triunfo de la ternura y la inocencia frente a la razón desquiciada.

Asomarnos a cincuenta años en poco menos de una hora de visita por las piezas que cuelgan y se proyectan en la sala de los temporales –o de ojeo concentrado por el catálogo de la exposición– supone experienciar un choque de tiempos, o más bien una superposición de tiempos. En el más de medio siglo que Antonio ha estado pintando, nada ha cambiado. –¡De antes y de ahora! (¡¡¡siempre ocurre lo mismo!!!) será el título de uno de sus cuadros–. La precariedad de los campesinos y la opresión de los obreros de antaño es intercambiable con la precariedad de los inmigrantes y la opresión de los hipotecados de hoy, los muertos olvidados de la guerra civil son los mismos muertos que los que cayeron hace un puñado de días en la contienda de Sudán del Sur, el fantasma del paro se pasea en los ochenta tan campante como ahora, el hombre tratado como mercancía sigue fatigosa e interminablemente cargando con sus problemas, y así –«y a pesar del progreso»– hasta acabar sintiendo esa intemporalidad existencial que nos reduce a poca cosa y que nos susurra al oído que el tiempo, ese que nos parece pasar rápido, en realidad no pasa. Lo que pasa es ese carrusel del alma humana –un alma a flor de piel– girando sobre su propio eje.

Como el niño al cual por vez primera deslumbra la atracción de feria, cogido de la mano del padre (este último también perdido en sus cavilaciones), Antonio, y nosotros con él, miramos incansablemente ese vaivén interminable. Qué es lo que nos tiene como petrificados, probablemente sea la fascinación: esa mezcla de estupor, incredulidad y deseo hacia aquello que nos resulta del todo inaprensible. En la feria, el sonido mezclado de las casetas, el bullicio y griterío de la gente, la intermitencia de las luces, el movimiento… imprimen vivacidad y una pizca de voluptuosidad a la escena gracias a la cual prestamos poca atención al desconcierto. Sin todo eso, sin tal música, sin tales luces, sin tal extenuante movimiento y deteniendo un lapso los rostros que allí se dan cita, lo que vemos son los cuadros de Antonio…

…y el resto –que es suma–: la tarea feroz de la que sólo es capaz un niño como este de permanecer con los ojos abiertos para alcanzar a ver el fondo oscuro de las cosas y la tarea titánica, de la que sólo es capaz el mismo niño hecho hombre, de trasladar tal visión –muchas más veces pavorosa que conmovedora– en una lengua de trazos, manchas, veladuras, texturas y color.

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