"La lucha contra el burocratismo exige tanto coraje y tesón como la lucha contra el salvaje Angará".
«El futuro no superado» era la expresión certera, la contraseña a algo, que en aquel momento excitaba la conciencia y el ánimo de la escritora Brigitte Reimann y de su amigo y fiel corresponsal, el arquitecto Hermann Helsenmann.
Brigitte Reimann nos dejó un puñado de obras, otro de cartas y un enjundioso diario. Vivió en la Alemania oriental entre 1933 y 1973. Apenas treinta y nueve años. Su legado está siendo traducido al castellano por Ibor Zubiaur a quien también corresponde la autoría de los prólogos que son, debo señalar, de una exquisita factura. Comenzar por uno de sus escritos es querer acabar todos. Conocido gesto éste, impaciente y depredador, que el lector imprime a la lectura cuando se halla frente a una personalidad irreducible.
Quienes conocieron a Reimann la describen como una mujer de una inusitada independencia, portadora de una lucidez singular –sus escritos dejan sentir su recorrido: de la credulidad al desencanto sin perder la sed de vida–, una afilada capacidad de observación, una exigencia desmesurada y un espíritu, si se me permite la contradicción de términos, también carnal, fogoso, indomable y volcánico. Atributos todos ellos que la llevarían a «renegar de lo acomodaticio y elegir la entrega como forma de estar en este mundo». Amaba con ese tipo de amor omnímodo que puede abarcar tanto a los hombres como las flores, el trabajo o las obras de arte y que tiñe cada gesto, cada idea y cada acción como sólo sucede en cierto tipo de artista al cual pertenecía.
Amaba con ese tipo de amor omnímodo que puede abarcar tanto a los hombres como las flores
Con similares palabras a éstas últimas se referiría Reimann a Helsenmann en su diario. Fueron almas gemelas, de modo que la descripción anterior puede, a grandes rasgos, dirigirse indistintamente a uno u otro. Ambos encarnaron a esos pocos ciudadanos de la RDA que «ejercieron el coraje cívico y el compromiso político» en un contexto de persecución policial, burocratismo paralizante y régimen dogmático con que algunos aspiraban a alcanzar el Nuevo Orden. «Su[s] simpatías por el socialismo fueron sinceras» incluso cuando vieron llegar a su fin los años de ilusión y deshielo –la década del sesenta– aunque siempre matizadas por un «talante libertario». Helsenmann, más mayor y versado en el camino de la diplomacia y la mascarada, supo navegar entre los bloques tectónicos trazados por el dogma y consolidados por los espíritus temerosos de errar. Hablaba de éstos en términos de «dictadura de mediocres». Decía lo que querían escuchar para que le dejaran hacer lo que pensaba que tenía que hacer. Y lo hacía. Su obra debería interpretarse «como un llamamiento a la dorada apuesta de la vida y a la jovialidad frente a todas las amenazas».
Iniciaron la correspondencia de modo casual. Al mismo tiempo que Reimann publicaba un artículo en el cual se preguntaba dónde estaban los lugares para besarse –tan poco íntima, cercana y natural era la atmósfera que imprimía a las ciudades el funcionalismo de la “nueva arquitectura”–, Helsenmann leía su novela Los hermanos y se convertía en uno de sus más fervientes admiradores. Inmediatamente después vino el afán de apropiarse del otro, de comprenderlo hasta hacerlo suyo, de acomodar el pensamiento del otro al propio. No hicieron falta grandes esfuerzos. Eran más las semejanzas que las diferencias y mayor el deseo de amar que el de pretender quedar por encima llevando la razón. En En la ciudad del mañana quedan recogidos alrededor de los veinte años que estuvieron intercambiando reflexiones, ideas, noticias, puntos de vista, preguntas y también sentimientos, deseos, atracciones, temores y afectos. Les unía: el paisaje (tras los años de guerra y postguerra) donde casi todo estaba por hacer, el deseo de contribuir a construir un mundo nuevo más humano, igualitario y fraterno y el sentimiento de responsabilidad que el futuro arrojaba sobre ellos a través de esa enorme tarea proyectada… Pero “lo nuevo”, o mejor dicho, aquello que ellos señalaban como nuevo pero que era, de alguna manera, más primitivo y elemental, se distanciaba cada vez más del espíritu del tiempo. La virginidad de los paisajes originales se encontraba más y más lejos.
Fue esa virginidad la que aún pudo observar Reimann en Siberia con motivo de un viaje oficial a la URSS. Durante un par de semanas acompañaría, en calidad de corresponsal –único miembro independiente–, a la Comisión de Juventud del Comité Central alrededor de las repúblicas soviéticas más punteras del momento. El encuentro debería servir para dar publicidad a los logros técnicos de aquellas regiones y dirigir el empuje de la juventud apareciendo a sus ojos como la más prometedora y deseable meta.
Pero el foco de atención de Reimann estaba lejos de apreciar aquellos logros en la misma dirección en que lo hacía el resto. Su atención no podía fijarse en las cifras ya fuesen éstas de estadísticas o de patrones productivos. Tenía siempre que traducirlas «para hacer[se] una idea de “grande, rápido, moderno”» a la medida humana, esto es, a la escala de la cercanía como única guía de relaciones con la que ser capaz de comprender. Tampoco podía sentir el entusiasmo ciego de sus camaradas hacia la tecnología militar o la energía nuclear o los nuevos sistemas de producción que abarcaban, por poner sólo un ejemplo, la manipulación de los intereses de la población mediante la sociología aplicada. Su punto de vista estuvo siempre más atento al paisaje, a los rostros y al desarrollo cotidiano de la vida, de los que se serviría para dejar caer una sutil objeción al régimen y soltar, «bajo el manto de la ingenuidad», «unos cuantos recaditos en el burocrático mantel de cierta gente».
El resultado fue que la crónica de su viaje se alejó del panfleto de propaganda encubierta que algunos esperaban para convertirse en un breve libro de viajes, La luz verde de las estepas, donde las impresiones personales sobresaldrían en el límite de lo permitido por el canon comunista. En la edición de Errata-Naturae, donde se acompaña la crónica con extractos de su diario privado, es posible apreciar no sólo «cuánto hubo de táctico en su elección» sino también cuánto hubo de auténtico en aquello que estimulaba su entusiasmo.
Así, Siberia fue de los paisajes que más hondamente le impresionaron. Le impresionó «el gozo primigenio por la vida», «la sed tangible de romanticismo y superación», la inquebrantable fe de que el mañana será mejor que el día de hoy, «la calma no ociosa», «el sosiego sin desidia», «la confianza sin resignación»… la seguridad de que «el extranjero podría llamar a cualquier puerta y el dueño de la casa le abriría y le diría: “pasa, bebe, duerme y sé bienvenido”». En Siberia donde «uno puede estirar el cuello sin chocar con la cabeza en ningún sitio» sintió que se albergaba «la calma y seguridad que brinda la continuidad». En Siberia acertó a responderse sobre aquello que se busca y se espera: «si se fija una bien –escribió– la gran aventura consiste en cotidianidad y trabajo, quemaduras al sol y sabañones» y «esa mirada orgullosa sometida a la atracción que irradian la bondad y la sabiduría». La bondad y sabiduría resultantes de la necesidad de conquistar la supervivencia sin el temor a que el futuro nos rinda las cuentas.
En Siberia, Reinmann descubrió que allí "el comunismo había llegado antes que a Moscú"
En Siberia pudo en efecto echar «una mirada a la era comunista de estilo sencillo y decente» donde «realmente los hombres sirven a su pueblo» «limpios de toda arrogancia, engreimiento [y] afán de gloria». Encontró, como decían los siberianos, que allí «el comunismo había llegado antes que a Moscú». Y es que, en aquella tierra durmiente, en aquel paisaje entonces virgen, no había más que una ruta de sentido único. Ninguna bifurcación permitía la más mínima vacilación. La coherencia de aquella marcha, de aquel impulso vital, fue entonces –como en otras ocasiones donde la Historia o las circunstancias estrechan las opciones– de un gran poder de atracción. Esa coherencia encerraba la esperanza sin espera; ahuyentaba el sinsentido; respondía claramente a las exigencias del existir… En tal contexto, no parece difícil mantener la rectitud. La nobleza de ánimo resulta más común allí donde sólo hay que vérselas con la naturaleza salvaje y los gestos responden a la necesidad dirigidos por una incuestionable fe teleológica.
Hoy, cincuenta años después, sabemos que Bratsk, la ciudad que llenó a Reimann de alegría y esperanza, se ha convertido en una de las zonas más contaminadas del mundo. Nuestra civilización, con toda su cultura –o precisamente por su cultura–, nos muestra la otra cara del celo de superación y conquista. En consecuencia, muchos de nosotros titubeamos. Permanecemos sumergidos en el escepticismo como resultado de haber visto tantas veces las manos alzadas como veces caídas esas mismas manos: el rostro más sombrío de las utopías. La imagen de futuro no está o lo que es peor, se sale de cualquier relación de cercanía: el individuo atomizado, la supervivencia como fuente de negocio, el comportamiento humano y su diversidad predecidos y subsiguientemente controlados por la neurociencia y la genética, los hombres sirviendo a las máquinas, las máquinas programadas para atacar, la atención exoplanetaria anticipando el desentendimiento hacia el interior, el control interesado del clima intercediendo en el orden natural (y por el momento, conocido) de todas las cosas… Con tal panorama, alarma la casi total ausencia de responsabilidad. Como si el futuro no arrojase sobre nosotros más que horror y deseos de huida. Sin ninguna tarea proyectada a escala humana, todo deriva.
Decía Reimann reflexionando sobre su propio contexto que «la lucha contra el burocratismo exige tanto coraje y tesón como la lucha contra el salvaje Angará». Estas palabras deberían invitarnos a mirar nuestro presente como un reto; animarnos a proyectar un futuro ideal que vierta sobre el paisaje presente una virginidad figurada que imprima a nuestros gestos superación, coherencia e integridad; que nos despoje de arbitrios; que nos señale dónde está la verdadera necesidad… Pues a pesar de todo, también ha habido logros mientras las manos conseguían mantenerse en alza. Pero esta vez –y de nuevo he de recurrir a las palabras de la autora–, «reconociendo sin pánico negro y sin ilusiones doradas las posibilidades de la ciencia, las amenazas y esperanzas que encierra». El futuro no debería superarse.
Reimann murió de cáncer en plena juventud dejándonos con la sensación de que sólo había esbozado su vida. Murió, por así decir, sin dejarnos un final. La novela que se afanaba en escribir durante sus últimos años, Franziska Linkerhard, quedaría de modo similar, inconclusa. Sobre la misma –y por extensión, sobre la propia Reimann, anotaría Henselmann estas observaciones que merece la pena transcribir aquí: «Ya no pudo acabar el último capítulo. Sin embargo, el modo en que el argumento del libro va apagándose y queda en suspenso tiene en la inconclusión su propia lógica poética. La conclusión no es, en sentido estricto, una categoría marxista. [La heroína] se identifica a sí misma con la evolución de “su” ciudad. De su impaciente exigencia de conclusión derivan sus conflictos, aunque no piensa en la perfección de aspirar el mejoramiento. […] Ese alto grado de exigencia “irrazonable” consigo misma y con su misión refleja exactamente la actitud fundamental de mucha gente joven en nuestra República. Es el absolutismo que, en último término, hemos engendrado nosotros mismos durante los veinticinco años previos. El heroísmo del pasado […] sólo se acepta en su función de modelo si a la vez cabe reconocer en él una fuerza motriz en la conquista del presente».
Es de este modo como hoy nos debería interesar pensar en Reimann, como fuerza motriz: un aliento para afrontar la frágil situación en la que estamos y seguir apostando por el gozo de la vida frente a todas las amenazas. Leámosla.
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