La versión cinematográfica de ‘50 sombras de Grey’ desactiva las virtudes de la obra de E.L. James.
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Resulta curioso, por no decir sospechoso, que la mayoría de aquellos y aquellas que han escrito o disertado sobre el fenómeno Cincuenta sombras de Grey aduzcan en el primer párrafo de su crítica o intervención elaboradas excusas que justifican haber tenido que leer/ver un subproducto destinado a las masas. Como la propia Eva Illouz confiesa en los agradecimientos de Erotismo de autoayuda (Katz Editores, 2014), su ensayo sobre la trilogía literaria de E. L. James: “Este libro fue escrito con respeto y desconfianza por las formas culturales populares”. Cincuenta sombras de Grey es una obra larvada desde el prosumo por una mujer de mediana edad sumida en una crisis matrimonial. Que James, una ejecutiva de televisión británica, haya dado con la clave para vender más de cien millones de copias de esta trilogía nacida como fanfiction de otra saga que ha sabido tomarle el pulso a nuestro presente, Crepúsculo (también escrita por una mujer, la estadounidense Stephenie Meyer), es la singularidad que deberían estar estudiando críticos y sociólogos, en vez de pedir perdón por tener que sufrir su consumo.
En tiempos de incertidumbre, lo que las pornolectoras hallan en ‘50 sombras’ es seguridad
Illouz nos recuerda que las narraciones contenidas en los best sellers no son ajenas a las preocupaciones colectivas de una sociedad. Es decir, están ligadas a sus valores, ansiedades y fantasías. En este caso, hablamos de un producto cultural concebido dentro del género
romántico, donde el BDSM (Bondage; Disciplina y Dominación; Sumisión y Sadismo; y Masoquismo) ha servido como distintivo, como etiqueta para penetrar en el mercado literario, pero también como vehículo de una cultura de autoayuda dirigida, principalmente, a las mujeres. Llámenlo programación de género, manual de instrucciones, o estilo de vida.
En este sentido, Cincuenta sombras de Grey puede ser entendida como fantasía, pero también como manual de gestión del yo. La tortuosa historia de amor que viven la joven estudiante de filología inglesa Anastasia Steele y el millonario Christian Grey, representa una utopía contemporánea del amor sexual: los modos de relación sentimental y laboral del capitalismo, encarnados en principio por una becaria sumisa y un empresario sádico, son violentados por la vía de un regreso a la lógica del romance premoderno –las referencias a autores como Jane Austen o Thomas Hardy son esenciales– que destruye la imagen que Grey había construido de sí mismo y otorga a Anastasia un poder de negociación que le permitirá sentirse realizada sexual y sentimentalmente. Ambos acceden así a un estadio de certeza amorosa, sin duda deudora de estrategias tradicionales de lo heteronormativo, pero que subvierte los códigos líquidos del capitalismo de las emociones.
Puede que en ello resida la razón de su éxito: en tiempos como los presentes, marcados por la volatilidad laboral y la incertidumbre afectiva, lo que las pornolectoras hallan en Cincuenta sombras de Grey, a través de la serie de pruebas BDSM que Anastasia no sólo supera sino que emplea como armas arrojadizas contra Christian, es seguridad. Sin embargo, la adaptación cinematográfica a cargo de Sam Taylor-Johnson, devuelve al redil de la compra-venta a amo y sumisa, al arrebatar al texto de James el humor, el delirio, el caudal de palabras entusiastas y sonrojantes, en nombre de una asepsia aceptable por (casi) todos los públicos. La falta de vida en los actores, los escenarios, la realización, dignos de un catálogo de centro comercial con pretensiones, malogra la esencia popular palpable en las novelas de James, que, gusten o no, han arrastrado a casi todos sus lectores a horas de lectura ininterrumpida. Hollywood no se ha atrevido a especular en ningún sentido con la obra de James, ha preferido cosificarla, envolverla para regalo, a fin precisamente de garantizar su consumo. En pantalla sólo se perciben la enunciación, la insatisfacción, la frustración… el aburrimiento.
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