Kurt Vonnegut narró en Matadero Cinco o La cruzada de los niños el bombardeo de Dresde, que presenció como prisionero de guerra.

“Yo, Billy Pilgrim, moriré, he muerto y estaré muerto para siempre el 13 de febrero de 1976”. Billy Pilgrim, el protagonista de Matadero Cinco, tiene recuerdos del futuro. Más bien, “ha volado fuera del tiempo. Billy se ha acostado siendo un viejo viudo y se ha despertado el día de su boda. Ha entrado por una puerta en 1955 y ha salido por ella en 1941. Ha vuelto a traspasar esa puerta y se ha encontrado en 1963. Ha visto su nacimiento y su muerte muchas veces, según dice, y viaja al azar hacia cualquier momento de su vida. Eso dice”.
Saltos en el tiempo y escritores fracasados; pesadillas apocalípticas y carnicerías cotidianas; platillos voladores y chavales haciendo la guerra. “Todo esto sucedió, más o menos”, asegura Vonnegut al comienzo de una historia que necesita esconderse tras la ciencia ficción y el humor negro para ser contada; un libro que, para narrar el horror, abraza el absurdo como única posibilidad de dar sentido a la sinrazón. “La verdad es la muerte”, comenta el autor estadounidense citando a Céline, resumiendo en una frase el argumento de la novela. Pero también sugiriendo que la mentira, la literatura, puede ser lo contrario de la muerte, como cuando afirma, poniendo en boca de uno de sus personajes: “Todo lo que podía saberse de la vida estaba en Los hermanos Karamazov”.
La cruzada de los niños
El 13 de febrero de 1945 —el 13 de febrero, el día en el que siempre morirá Billy Pilgrim— la aviación británica iniciaba los bombardeos sobre la ciudad alemana de Dresde, conocida por su belleza como “la Florencia del Elba”. Cuatro mil toneladas de explosivos después, “Dresde parecía un paraje lunar. Las piedras estaban calientes. No quedaba nada, excepto lo mineral. Todos habían muerto. Así fue”. Unas semanas antes, en cambio, los soldados americanos llegaban como prisioneros a la urbe y quedaban absolutamente impresionados por el paisaje. Uno de ellos, incluso, piensa que acaban de entrar en el país de Oz. “Era yo. Sí, aquél fui yo. Estaba deslumbrado. La única ciudad que había visto hasta entonces era Indianápolis, Indiana”.
Porque Vonnegut es Pilgrim, pero solo a medias. El narrador también es un personaje de su propia novela, y se manifiesta como tal en ciertas ocasiones para distanciarse de su álter ego; para no olvidar que, a pesar de los juegos literarios que construye para mirar hacia atrás sin convertirse en estatua de sal, la única verdad de Matadero Cinco es la muerte, las masacres, la destrucción de Dresde y la brutalidad de la guerra, de cualquier guerra, de todas las guerras.
“Si este libro es tan corto, confuso y discutible, es porque no hay nada inteligente que decir sobre una matanza”. En 1944, con 22 años, Vonnegut se alista en el ejército y es enviado al Frente Occidental. Son los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Tras la batalla de las Ardenas es capturado por los nazis y transportado junto con otros prisioneros —la mayoría de ellos muy jóvenes, “necios e ingenuos bebés”— a Dresde. Allí, los soldados estadounidenses son alojados en el quinto edificio de un antiguo matadero y empleados como mano de obra esclava hasta que los aliados arrasan la ciudad en “la mayor carnicería de la historia de Europa”. Así fue.
“So it goes”
Cada vez que alguien muere en Matadero Cinco —y mueren muchos— el narrador utiliza la coletilla “so it goes”, traducida al castellano como “así fue” —aunque en realidad la expresión se parecería más a la sarcástica resignación de un “qué le vamos a hacer”—, para remarcar la banalidad de una barbarie que se repite generación tras generación. El bombardeo de Dresde, que dejó alrededor de 35.000 víctimas (aunque Vonnegut, siguiendo documentos de la época, habla del triple de muertos), en su gran mayoría civiles, se convierte en esta novela en paradigma del horror y del absurdo de la guerra. Ante esta certeza, Vonnegut se refugia con ironía en una visión determinista de la vida, representada por los habitantes del planeta Trafalmadore: “La figura terrestre que más se compenetra con la mentalidad trafalmadoriana es Charles Darwin, quien enseñó que los que mueren están hechos para morir, y que cada cadáver es un progreso”.
A pesar de todo, la Segunda Guerra Mundial llega a su fin: “En algún lugar cerca de allí empezaba la primavera. Los refugios llenos de cadáveres fueron cerrados. Los soldados dejaron de luchar contra los rusos. En el campo, las mujeres y los niños hacían hoyos para enterrar las armas”. Sin embargo, inevitablemente, un conflicto bélico sucede a otro, y siempre mueren los mismos. El libro —publicado en 1969— termina haciendo referencia a los asesinatos de Robert Kennedy y Martin Luther King, y a la Guerra de Vietnam: “Mi gobierno me pasa cuentas de los cadáveres logrados por la ciencia militar”. Así fue. Así es.
comentarios
0