La exposición ‘El Itinerario de Hernán Cortés’ prima una visión colonial y racista de la llegada de los españoles a México.

Otra cosa hubiera sido empezar, por ejemplo, con el silencio. El silencio de Bernal Díaz del Castillo cuando tuvo por primera vez ante sí la visión de la gran Tenochtitlán. O, también, con la escultura en basalto de Chalchiuhtlicue, la imponente diosa del agua, la de la falda de jade, patrona de los nacimientos, no de la muerte y los sepelios. O, por el contrario, con la espada de acero forjado, perteneciente al sanguinario y belicoso Gonzalo Sandoval, siempre fiel y leal a los mandatos de Hernán Cortés en la ocupación del territorio mesoamericano, allá en el lejano siglo XVI.
El orden de los factores, indudablemente, sí es importante. Es más, es fundamental. De él depende el sentido general, la memoria que se decanta ahí adentro, en el alma y en la conciencia, o el simple sabor de boca que nos queda al final. Eso es lo que pensé, es lo que sentí al recorrer la magna exposición divulgativa El Itinerario de Hernán Cortés, inaugurada recientemente en el Centro de Exposiciones Arte Canal de la Comunidad de Madrid.
Dispuestas de un modo estrictamente lineal, tanto desde el punto de vista espacial como temporal, más de cuatrocientas piezas procedentes de museos y colecciones españolas y mexicanas, públicas y privadas, guían al visitante a lo largo de la trayectoria del conquistador, desde su primera juventud en su tierra extremeña natal hasta los remotos y exóticos confines del México de antaño (claro, desde el punto de vista peninsular), transformado tras la conquista en el próspero Virreinato de la Nueva España y en baluarte, acorde a lo que rezan los paneles expositivos, de la actual civilización global.
Todo ello enmarcado en la tesis argumentativa presentada en la primera sala de que, acorde siempre a lo que enuncia uno de los paneles ahí dispuestos, “el hombre es un animal colonizador”. Qué bueno, me dije yo en ese preciso instante, que subsista todavía un lenguaje sexista, al eximirme y liberarme como mujer de toda responsabilidad ética e histórica ante todo agravio… Pero no, en realidad es imposible escabullirse y quedarse impasible.
No me topé con ellos, pero me imagino perfectamente un flujo interminable de grupos escolares visitando la exposición que se prolongará hasta bien entrada la primavera; niños y niñas en edad de aprendizaje, nacionales y migrantes residentes y escolarizados en España, procedentes de las antiguas colonias europeas en África o América, asomándose a esta gran ventana de la historia y exclamando a cada paso admiraciones tales como “¡uau, qué crack ese Cortés!”, sin saber que hoy en día matan por la droga como antaño por el oro.
Y es que la construcción de la narrativa histórica desde la exaltación de personajes convertidos en excelsos, audaces, extraordinarios, iluminados, brillantes, inconmensurables y adulados héroes tiene esa gran ventaja para los formadores conductistas de las grandes verdades y/o ese gran riesgo para los que buscan otras preguntas y otras respuestas: se adhiere fácilmente en la corteza cerebral, tatuando la memoria, el conocimiento y, también, las ideologías transmitidas, aprendidas, repetidas, reproducidas a lo largo de los siglos, sin interrogantes, sin arrepentimientos, sin cuestionamientos, sin un ápice de movimiento.
No en vano, como advierte el historiador Matthew Restall, la construcción del mito de Hernán Cortés (hombre que supo transcender su orígenes de hidalgo rural, forjarse en sus andanzas un carácter resuelto, ganarse los favores de mercantes y cortesanos, atravesar bravíos mares y someter al más grande imperio de aquellas nuevas tierras) está íntimamente vinculada con la del mito de la superioridad española/europea y, a su vez, con las ideologías racistas que sustentaron y legitimaron la expansión colonial.
Que los españoles opten por montar una exposición de este calibre en su ciudad capital es –aunque decepcionante– en cierto sentido comprensible. Lo que, sin embargo, sí causa prurito, incomodidad, ruido, inquietud, asombro es que las instituciones mexicanas, tutelares de la cultura y la memoria histórica, se presten a ello. ¿Por qué?
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