Escritos de mujeres desde el sitio de Leningrado
Desde Leningrado

«Cada vez que la humanidad afronta nuevos dilemas, ya sean morales, filosóficos o éticos, merece la pena echar la vista atrás y revisar lo que nos ocurrió en el pasado.»

25/01/15 · 8:00
Leningrado. Primavera 1942.

En junio de 1941, la Alemania nazi inició la invasión de la Unión Soviética. Las tropas se dirigieron a la ciudad de Leningrado, cuna de la revolución y baluarte de la industria pesada que entonces abastecía al «continente» (así era cómo referían los leningradenses al resto de la URSS) de casi la totalidad de su material bélico. Entretanto, Finlandia aprovechaba la ofensiva alemana para recuperar la frontera que recientemente perdiera en la Guerra de Invierno del año 1939, cortando de este modo, el acceso marítimo de la ciudad. Las autoridades soviéticas mandaron instalar bombas en los subterráneos de Leningrado que harían explotar en caso de que la ciudad cayera en manos extranjeras. En aquel supuesto, lo volarían todo, edificios, jardines, enemigos, población civil.

El 8 de septiembre, Hitler optaba por sitiar la ciudad. Esperaba la ayuda del hambre y del frío y de la desmoralización para alcanzar una victoria ejemplar. En pocos días, las tropas alemanas se hicieron con el control de todas las rutas de acceso, también lograron incendiar el depósito de comida más grande de la ciudad. La «Carretera de la vida», única excepción al cerco, cuando en invierno las aguas del lago Ládoga se helaban tanto como para aguantar el tránsito de camiones, fue en ocasiones llamada también «Carretera de la muerte». Era frecuente que tanto los convoyes con suministros para la ciudad como aquellos que partían hacia el continente con evacuados, fueran abatidos antes de llegar a su destino.

A la orden de fabricar intensivamente todo el material bélico de que fueran capaces se unieron los frentes que abre la lucha por la supervivencia. Había mucho trabajo por hacer y mucha falta de mano de obra –quienes estaban en las filas, quienes habían sido arrestados en las riadas previas, quienes fueron evacuados o habían conseguido escapar–. Pero también, mucha hambre y mucho frío –sólo el primer invierno, cuando la organización ante las circunstancias era aún débil y las condiciones climáticas se extremaron con temperaturas de hasta treinta grados bajo cero, más de la mitad de la población feneció–. Ir en busca de alimentos y combustible: el trayecto, la cola para obtener el racionamiento, la cosecha, en primavera, de cada brote que diera la tierra, la madera procedente de la destrucción… consumía la poca energía de que disponían los civiles. Y aún faltaba construir refugios y líneas de defensa, enterrar los muertos, encargarse de los enfermos, cuidar de los huérfanos, poner coto a los asesinatos, robos y actos de canibalismo a los que obligaba la desesperación… en definitiva, gestionar y administrar una ciudad que pendía de un hilo sobre el abismo del caos.

Sin embargo, los testimonios que nos llegan hoy, seleccionados y compilados de entre las memorias, entrevistas, diarios y correspondencia de un conjunto de mujeres que viviera aquel acontecimiento –Escritos de mujeres desde el sitio de Leningrado recientemente editado por 'La uña rota'–, nos presentan un paisaje dramático pero lleno de heroicidad. Sus autoras, Cynthia Simmons y Nina Perlina, tratan de captar a través de sus páginas, el papel de las mujeres en aquella situación. Porque si bien la cuestión de pertenecer a un sexo u a otro no es un elemento definitorio sobre cómo se vivió la experiencia del asedio, lo cierto es que el porcentaje de mujeres frente al de hombres fue entonces significativo y las narraciones oficiales que se realizaron posteriormente no lo tuvieron en cuenta, como tampoco recibieron atención muchos de los temas que en estos documentos se exponen.
 

No hubo tiempo para perder la esperanza, aquella que prefigura el horizonte de cualquier comunidad

Los testimonios recogidos en esta edición nos dibujan un paisaje en el que se pone de relieve cómo se hizo frente a las duras condiciones anteponiendo el trabajo tenaz, la colaboración, la ayuda mutua y el altruismo, a la desesperación. «Salvando estoy salvada» –admitiría una de las supervivientes, Olga N. Grechina, en sus memorias. Fue gracias a la generosidad que muchos sobrevivieron. La iniciativa privada –local– y la libertad individual aumentaron de modo que fue posible, en numerosas ocasiones, atender ciertas necesidades urgentes de la población que los líderes políticos, cuya intervención fue en algunos momentos decisiva, en otros abordaban tarde y de forma insuficiente. «Muchos talleres dentro de las fábricas se convirtieron en grandes centros de apoyo mutuo, donde los trabajadores unían sus fuerzas para realizar tareas esenciales». Pero sobre todo, no hubo tiempo para perder la esperanza, aquella que desde siempre prefigura el horizonte de cualquier comunidad: la imagen de una tierra futura más habitable para aquellos que hubieran de venir; la imagen, también, de un lugar en cuyo seno descansara, para siempre, el recuerdo de quienes lo habrían hecho posible: los antepasados.

«En los años que siguieron a la guerra, e incluso hoy, ya anciana, me he preguntado muchas veces, de dónde saqué la fuerza espiritual y física para soportar todas las penalidades que acontecieron a mi familia. La respuesta es muy sencilla. Lo que desempeñó un papel decisivo fue el sentimiento de patriotismo civil, la conciencia del deber patriótico: aquellas muertes y privaciones servirían para defender la libertad y la independencia de nuestra patria» –diría Sofía N. Buriakova.

La mayoría de la población quería su ciudad y temía por su destrucción. La mayoría, trataba de ayudar a amigos y familiares. La mayoría creía que la ciudad sería liberada pronto. La mayoría no podía concebir un modo de ser y estar que no priorizase el bienestar de la comunidad. No es sólo que la mayoría perteneciera a la comunidad, como habitualmente se dice, sino que era la comunidad sin la cual, por otro lado, no es posible imaginar sobrevivir. Su patriotismo era de otra clase, más próximo al sentimiento tribal que al chovinismo nacionalista. Cada individuo, o mejor, cada integrante, se siente como una minúscula fibra trenzada en la cuerda de un espacio-tiempo concreto donde tiene algo que agradecer y algo que legar; es huésped, según el significado doble de la palabra, de su propia casa. La cuerda se remonta hacia atrás, haciendo memoria, y se proyecta hacia adelante, cuando otros –siguiendo el ciclo natural– recogerán los frutos que uno siembra. El tiempo, bajo esta concepción, es más amplio, más profundo y extenso: forma parte de un todo. Los gestos portan un sentido a largo plazo.

«Estábamos sentados no muy lejos de ustedes, en las trincheras. Les estábamos bombardeando… teníamos órdenes de destruir Leningrado» – comentaron unos combatientes alemanes años más tarde del asedio a K. Ilich, el músico que dirigió la Séptima Sinfonía de Shostakóvich en el famoso concierto para la Casa de la Radio de Leningrado en septiembre de 1942 –. «Pero nos sentamos en una trinchera y escuchamos su sinfonía. Rompimos a llorar.y nos preguntamos ¿A quién estamos bombardeando? Jamás seremos capaces de tomar Leningrado porque estas personas son altruistas.»

Mujeres en Leningrado durante el sitio.

Mujeres en Leningrado durante el sitio.

«Cuando una lee ahora lo que se escribió entonces, tiene la sensación de que aquellas personas pertenecían a una cultura distinta». Ciertamente hoy que impera el individualismo, el horizonte temporal quebrado, las miras cortoplacistas, el egoísmo, el consumismo ligado al agotamiento total… se tiene la sensación de que al imaginarnos en el trance de vivir una situación similar sólo pudiésemos esperar de nosotros mismos una nula resistencia, una desesperada locura, una indiferente apatía o una bestialidad más próxima a aquella de Auschwitz –o del Gulag– que a la solidaridad que transmiten estos testimonios.

Es cierto que la lucha por la supervivencia es una situación límite capaz de sacar lo peor y lo mejor de nosotros mismos, pero también es cierto que, la mayoría, hemos perdido el sentimiento de continuidad (y con la continuidad, el compromiso y la responsabilidad a la hora de construir un mundo que no es sino un préstamo de aquellos que están por llegar) que daría a nuestros gestos un alcance mayor que el delimitado por nuestra historia individual. Como dice Todorov, necesitamos –con urgencia– construir un bien común en el mundo que habitamos. Tener el mundo por patria.

«Cada vez que la humanidad afronta nuevos dilemas, ya sean morales, filosóficos o éticos, merece la pena echar la vista atrás y revisar lo que nos ocurrió en el pasado» –apuntaría Olga I. Marjáieva, investigadora adjunta del Museo Nacional de la Defensa de Leningrado durante la entrevista que le hicieron en junio de 1995 con motivo de sus recuerdos sobre el asedio– «En aquellos tiempos de odio a nadie se le ocurrió preguntarse si era necesario o no arrasar Dresde. En cambio, ahora sí estamos en disposición de observar aquellos acontecimientos con perspectiva».

Cuando muchos de nosotros miramos con espanto esta nuestra contemporaneidad, lo hacemos desde la imagen que nos llega de otras épocas. Una imagen quizá distorsionada, pero al fin y al cabo una imagen desde la cual guiar nuestro hacer. Revisar el pasado es siempre una forma de pensar el futuro. Al hacerlo, los testimonios extraoficiales son, en todo caso, una herramienta de gran utilidad. Escritos de mujeres desde el sitio de Leningrado es una muestra por la cual poder comenzar.

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