El humor de Ramiro Pinilla es una herramienta para la desmitificación de los orígenes.
Los relatos de Ramiro Pinilla parecen nacer en igual medida de la añoranza y de la exigencia de narrar epopeyas pendientes: el homenaje a la vida dura de los maquetos que veía en los valles cerca de su casa y cuya aportación al poderío industrial vasco fue ignorada por la burguesía vasca y la española; los cuarenta años de silencio y represión franquista; la mistificación nacionalista, que tergiversa la honesta exigencia de libertad de un pueblo. Pinilla noveló el paso traumático de la edad de la madera a la edad de hierro, un proceso convulso y heroico, a través de los que consideraba sus verdaderos protagonistas, gentes humildes abocadas a pelear a toda costa por la libertad.
La lectura de Faulkner, su maestro declarado, le permitió aplicar la épica, el dolor y la alegría de vivir y morir a un espacio concreto, Getxo, que Pinilla transformó manteniéndolo no obstante reconocible. En sus primeros años de novelista se sentaba a escribir tras haber leído un fragmento del escritor norteamericano, y esa “música” le servía para ambientar su historia. No encontró Pinilla referentes en la tradición literaria española; sus maestros fueron americanos del Norte y del Sur. Tomó de Faulkner y de otros escritores norteamericanos la narración concisa, la primacía del diálogo, el hacer avanzar la historia con las palabras justas, el estilo tan poco afectado que parece “invisible”. En este sentido, le influyó también decisivamente el cine clásico norteamericano. La huella de García Márquez, aunque más intermitente, se percibe en la importancia concedida a la imaginación. La imaginación, que no la fantasía. Con la primera, decía Pinilla, puedes volver a la realidad, con la segunda no. Así, el segundo tomo de Verdes valles se cierra con una cacería de indómitas llamas cuando un rebaño de éstas invade Getxo, sembrando el terror entre los vecinos. A su manera, la trilogía recrea con profundo respeto y añoranza otros cien años de soledad en la transición de las verdes colinas a las colinas rojas de la industrialización, del mar mítico y primigenio a las acerías.
La ironía es otro de los rasgos característicos de Pinilla, quien la usó para desmontar los mitos nacionalistas inventando otros más disparatados. Como el de situar el origen de la vida en la playa de Arrigunaga, a partir de 48 “bichitos verdes” que generaron los otros tantos caseríos primitivos; el roble originario e intransportable que aparece en esa misma playa, reclamado por la Iglesia como el ara de San Pedro; el clan de los Baskardo de Sugarkea, indomables y anacrónicos, que rechazan el progreso, viven en el bosque y bajan a procrear al mar... Por eso, cuando un crítico norteamericano lo incluyó en la “escuela vasca de romance épico”, Pinilla replicó: “¿Como el Cid? Creo que no, porque mis ‘verdes valles’... tienen un fondo humorístico”.
Con la imaginación y la ironía, Pinilla logró renovar el realismo social, que daba signos de agotamiento cuando él empezó a escribir en los sesenta. Cuenta el novelista que Antonio Bayo, el protagonista de Antonio B. el Ruso, ciudadano de tercera, fue a narrarle su vida para que se la escribiera. Pinilla supo que aquel hombre le contaba “la verdad porque no tenía imaginación”. Así que él puso la suya propia para, a partir de los testimonios estremecedores y casi inverosímiles de aquel “animal hambriento”, construir una denuncia terrible de la Iglesia, los jueces y la Guardia Civil en los años de miseria y represión de la posguerra. Quienes no la hayan leído tienen ahora una buena oportunidad de acercarse a esta novela poderosa, tal vez una de las mejores del autor aunque él no pensara lo mismo.
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