Sobre 'Pobres magnates', de Thomas Frank.
Si alguna vez han viajado, aunque tan sólo hayan recorrido una decena de pasos hasta alcanzar la vivienda del vecino, seguro que les ha pasado eso de quedarse asombrados por el modo en que el otro se relaciona con un espacio similar al nuestro. Tener la cocina a la derecha o a la izquierda, o el baño al fondo o en mitad del pasillo, no es, en el fondo, tan distinto –nos decimos–. ¿Cómo es posible entonces hacer esto así en lugar de asá? Normalmente el asombro se queda en eso, en un vago desconcierto que no intentamos comprender. Es una curiosidad sin empuje, sin consecuencias. En cambio, cuando no se trata de Pepe el del quinto o de Juliana la del segundo, sino de un conjunto de individuos que dan cuerpo a una cultura, y para más complicación, una cultura con que hemos de relacionarnos, no comprender se vuelve incómodo. El asombro pasa a ser unas veces fascinación, otras, miedo irracional y muchas más ambas cosas. Entonces es cuando sería conveniente detenerse para intentar resolver cómo es posible que aquel sea como es y nosotros seamos como somos. O visto de otro modo, ahondar en el origen de la disparidad. Sólo que, a veces, el conocimiento no soluciona gran cosa...
Esto es lo que nos llega de Thomas Frank, observador de política estadounidense, a través de su libro Pobres magnates, recientemente editado en castellano por la editorial Sexto Piso. Frank aborda el texto no sólo desde la crónica sino también desde el análisis de las causas y consecuencias que supusieron la subida al poder del grupo ultraliberal Tea Party a raíz de la crisis financiera de 2008.
Lejos de facilitarnos una comprensión que pudiera apaciguar nuestra inquietud hacia ese grupo ideológico, más bien parece que Frank nos espolea al abismo del desconcierto cuando, al detallar los argumentos que emplean, nos damos cuenta que son fruto de la mayor de las irreflexiones, el descontrol visceral de las más retrógradas pasiones, la tergiversación clamorosa de la historia y la más absurda asociación de ideas de que es capaz, no una persona, sino todo un colectivo que bien podríamos llamar ‘masa’.
El libro es el retrato de esa masa que Frank nos presenta como un conjunto de individuos unidos en su soledad, miedo, torpeza e ignorancia. Inmersos ya en el adoctrinamiento fundamentalista del liberalismo como única opción. Soledad, miedo, ignorancia y radicalismo que, sin embargo, no detienen, sino más bien empujan, su ascensión al poder. Ascensión, ésta sí, facilitada por aquellos que ostentan el poder –léase dinero– y que, igualmente cegados por la única ley que conocen –la de la codicia, verdadera responsable del desplome financiero–, aprovechan la oportunidad, por así decir, servida en bandeja por aquellos, para de este modo salir, no sólo indemnes, sino también indemnizados y en consecuencia victoriosos del cataclismo originado por su forma de proceder.
Ni el estilo irónico-humorístico, ni –aunque nada tenga que ver con el estilo– la constante relación entre los acontecimientos presentes con aquellos que se sucedieron durante la época de la Gran Depresión, consiguen disminuir nuestra asombrada impresión de vecinos. Ante determinadas irracionalidades ¿cómo proceder? Por más detalles que exponga Frank, la incredulidad sigue siendo la balsa que salva nuestra cándida idea del ser humano, y por tanto también a nosotros mismos, del naufragio.
La conclusión a la que llega Frank no es tampoco esperanzadora. Es más bien la constatación de que la época que vivimos ha traspasado temerariamente las fronteras de la política como contrato social basado en el interés común. “Los que tienen el dinero –dice– lo comprenden. Comprenden que nada tienen que temer y pueden hacer lo que les dé la gana”. //
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