«No hay remedios donde elegir. Solamente hay uno y es la belleza».
inforelacionada
Si hay algo que no dejará de cuestionarnos son esas vidas que encuentran una fortaleza infinita en el campo del vencido. Vidas que nadan contracorriente del orgullo, la soberbia o la condescendencia que inscribe la voluntad de poder en el carácter de quienes la ejercen a despecho de los otros. Son vidas de personas excepcionales de cuya memoria, por lo general –y en consonancia con esa misma involuntad de poder–, no queda testimonio alguno (recordemos la descripción de los hundidos de P. Levi). Sin embargo, de tanto en tanto, aparece una figura capaz de cargar el peso del vencido: Kafka, Walser, Weil, la mayoría de los santos y algunos héroes trágicos. Personajes que alinean pensamiento y acción con expresión en un eje que les mantiene con los pies en los asuntos de la tierra al mismo tiempo que –o podríamos decir que a consecuencia de ello– se elevan por encima de lo mundano. De abajo a arriba, de lo pequeño a lo infinito, de lo concreto a lo abstracto. Entonces su legado llega a nosotros como una bolsa de aire puro, un salvavidas, una luz donde la deriva encuentra un punto de referencia. Son vidas ejemplares. Encarnan otra posibilidad de ser Humano; una posibilidad en mayúsculas.
En el caso de Simone Weil –mujer, catedrática de filosofía, activista, eternamente joven (murió a la edad de treinta y cuatro años, en el 1943, tras la negativa a alimentarse más de la ración oficial asignada en la Francia ocupada), con una férrea voluntad de ascesis que le hace estar tocada por la gracia– nos golpea conocer su obstinación en reflexionar sobre la condición humana en contacto directo con la «vida real». No una «vida real» cualquiera sino aquella donde están obligados a sobrevivir los más débiles. Su obstinación no era sólo una vía para poner a prueba su pensamiento o exponerse ella misma, que también, sino el medio de alcanzar una cierta verdad: «Poniendo aparte lo que pueda serme concedido hacer por el bien de otros seres humanos, para mí personalmente la vida no tiene otro sentido, y en el fondo nunca ha tenido otro sentido, que la espera de la verdad».
La verdad en Weil es ese afán platónico donde se aúnan la belleza, el bien, la justicia y la libertad. Es decir, que las cosas no pueden participar de la verdad si no son justas. Para que sean justas no basta con vivir sino que es necesario convivir, esto es, basar el ser siempre en la relación con los otros. Si pensamos por un momento que tal premisa, servía –al menos hasta la modernidad– como forma de ordenar el mundo, como vía para no sucumbir al caos… entonces se comprende mejor que en ese turbulento comienzo del siglo veinte, donde el orden se estaba derrumbando velozmente, resulte excepcional encontrar un ser preocupado por mantenerlo en su esencialidad: la relación ética con el otro.
Weil no se cegaba en cuanto a las capacidades de los hombres para alcanzar dicha verdad, para ella, como para tantos otros sabios, se trataba de estar en el camino. Su camino era el camino del conocimiento. Un conocimiento teórico –consideraba la destrucción del pasado el mayor de los crímenes– pero, principalmente vivencial. Su camino tenía necesariamente que pasar por las fábricas. Habiendo frecuentado en Saint-Etienne los círculos sindicalistas y militantes y trabado relación con parados, obreros o mineros con quienes charlaba, tomaba un bocado, iba al cine o jugaba a las cartas y sintiendo que el conocimiento teórico sobre la condición obrera no era suficiente para resolver la cuestión de la opresión social que tanto le preocupaba, Weil se hace ella misma obrera.
De su experiencia de «vida real» en las fábricas –como prensadora en Alsthom, embaladora en Carnaud et Forges de Base Indre y peón fresadora en Renault– existen varios escritos: cartas, artículos, anotaciones y un diario, que dan testimonio de su excepcionalidad. Trotta (que está llevando a cabo la edición completa en español de su obras) recientemente los ha compilado en un volumen titulado La condición obrera donde por primera vez se incluye Diario de fábrica.
Leyéndolo resulta conmovedor sentir la transformación sufrida por Weil a lo largo de esos años. Conmovedor que el dolor, el miedo, el hambre, el frío, la enfermedad, la pérdida de la dignidad o el cansancio extremo, lejos de conducirle al desaliento estéril, sean las principales razones por las que trazara propuestas concretas con la intención de cambiar las condiciones de los que realmente «no cuentan para nada». Su interés no continuó al lado de la revolución, pues su lucidez le hizo comprender que «la esperanza de la revolución es siempre un estupefaciente» sino que se encaminó a lograr una reforma profunda del proceso de producción que abriera el camino a un nuevo esquema de producción.
Igualmente, resulta admirable sentir su capacidad de abordar el análisis concreto de las condiciones laborales de los obreros al mismo tiempo que dirigir su atención sobre las necesidades espirituales de éstos como condición primera para un trabajo no servil. Además de proponer frente a la subordinación, la colaboración responsable de todas las partes implicadas en el proceso de producción y señalar los peligros del modelo de sindicación único, obligatorio y apolítico, Weil –se trata de las páginas más bellas del libro– ahonda en las causas primeras de la «desmoralización del pueblo» y señala que «no hay remedios donde elegir. Solamente hay uno y es la belleza».
La belleza es ese intangible que es imposible no querer alcanzar una vez que se ha experimentado su contacto. La experiencia de la belleza es la experiencia de la iluminación: percibir que hay un sentido –el que sea– y que éste sobrepasa cualquier imposición de la razón. Acceder a la belleza en el «universo donde viven los trabajadores», donde el deseo insatisfecho «produce pronto desaliento», es posible. Según Weil, tan sólo hace falta dirigir plenamente la atención –que no es otra cosa que un modo de orar– hacia la materia y los gestos que por el trabajo la transforman. Lo difícil para el trabajador es levantar la cabeza en actitud atenta porque el miedo que produce la servidumbre le obliga a mirar hacia el suelo.
Cuando en junio de 1936 estalló en Francia una oleada de huelgas obreras contra la explotación provocada por la crisis económica, Weil viviría el momento con entusiasmo «aunque no mezclad[o] con esperanza». Sabía bien que «cuando se está bajo el yugo de una necesidad demasiado dura, si se rebela uno un instante, cae de rodillas al instante siguiente», pero en todo caso, las huelgas significaban un golpe al statu quo, un desequilibrio en la relación de fuerzas, que debía aprovecharse de forma oportuna para ayudar a los oprimidos a «levantar la cabeza». La marcha de los derechos del trabajador empezaba a abrirse paso –no sin conflicto– hasta afianzarse en la mayoría de las constituciones de postguerra. Entonces, (como apuntaría Canfora en La historia falsa), ¿quién podía imaginar que de tales conquistas se podría un día dar marcha atrás?
«Aunque las cosas hayan cambiado un poco, sin embargo, no olvides el pasado» exhortaba Weil en una carta abierta a los sindicados sabedora de que nada es tan frágil como la memoria del trabajador. «¿Recuerdas? Está lejos ya. Pero no hay que olvidar».
Es necesario regresar a Weil. Necesario para no olvidar que la esclavitud y/o semiesclavitud formó parte de Europa y que el retorno a ella está hoy en el horizonte. Necesario para volver a tomar conciencia de que existe una relación de fuerzas y que la lucha –esa que intentan descalificar como si fuese cosa de otras épocas o quizá porque (es) molesta– hay que mantenerla día a día mientras la finalidad no sea otra que el beneficio de unos pocos a costa de muchos. Necesario para entrar en contacto con esa otra posibilidad de ser Humano basada en el contrato ético con el otro. Necesario porque en sus palabras sentimos un modo de acceder a la belleza. Necesario, finalmente, porque nos hace recordar y recordar es un modo de conocer para actuar en consecuencia.
¡Leamos a Weil!
comentarios
0