Un drama pasional cargado de contradicciones, desgarros, desalientos, barreras difíciles de franquear y también de embriaguez, anonadamiento y plenitud.
François Cheng es escritor, ensayista, traductor, académico y calígrafo sinofrancés. No es hijo de padres franceses. No llegó a Francia sino a los diecinueve años como consecuencia de un cúmulo de circunstancias mitad casuales, siempre incalculables.
Cheng llegó a Francia sin conocer una palabra del francés. A partir de ese momento comienza una historia de amor, un drama pasional como dirá él, cargado de contradicciones, desgarros, desalientos, barreras difíciles de franquear y también de embriaguez, anonadamiento y plenitud. No fueron pocos los riesgos asumidos como tampoco fueron pocas las recompensas cosechadas mucho tiempo después de aquel desembarco en el país galo.
En El diálogo (ed. Pre Textos) Cheng da testimonio de ello, de un recorrido vital de doble profundidad –o triple–. Una biografía marcada por la pasión sentida hacia otra lengua, la francesa, y a través de la lengua hacia otra cultura, pensamiento y gesto o, dicho de otro modo, hacia otra configuración del mundo –con otro orden y desconcierto– de aquel que se aprehende y en el que se aprende a vivir –como por osmosis– en los primeros años de vida.
Y como en toda historia –¿a caso no son todas las historias, historias de amor?–, en esta que nos relata Cheng también hay tres: dos sujetos y un vínculo. De un lado la cultura china (pilar de oriente) con su lengua de escritura ideográfica y sonoridad monosilábica y su poesía «abandonada al juego de las metáforas para suscitar el eco de lo no-dicho», de otro, occidente centralizado por la cultura francesa («Francia es el país que se encuentra en el centro de Europa-occidental») con su alfabeto de signos fónicos y lógica reflexiva y su poesía órfica. El vínculo, el amor, queda en Cheng materializado en el diálogo.
El diálogo que comenzara siendo el ejercicio –en apariencia básico– del intérprete que traduce un idioma a otro acabará siendo la herramienta del poeta para repetir –para hacer que vuelva a tener lugar– el anonadamiento hacia el mundo. El diálogo, concretamente entre dos lenguas, que permitará a Cheng experimentar esa «embriaguez de renombrar las cosas como en los albores del mundo» y sentir de nuevo la forma de palabras como árbol, nube, roca, fuente, noche. El diálogo como vía (tao, voie, voix), como aliento (entre el ying y el yang) como santidad (el espíritu que aúna cielo y tierra). El diálogo como movimiento para «convertirse en otro, indefinible tal vez, pero otro». El diálogo como danza, como lucha, como acto. El diálogo como vehículo de goce y plenitud. El diálogo, en definitiva, como el tercer elemento sin el cual no es posible tener la experiencia del conjunto, sin el cual no puede tenerse noción –si jugamos con la abstracción que nos permiten los números– ni del dos, ni del uno.
El diálogo es también un ensayo para recordarnos que la identidad de uno necesariamente se encuentra en el otro y viceversa.
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