“Aquella mañana de martes experimentó el deseo de volverse tarumba y abrir unas cuantas cabezas con la pala, violar a aquella señora tan rara y llevar a cabo un entierro colectivo, con el párroco en primer lugar. Pero sólo por espacio de un instante. El deseo de comer era más fuerte. Y, además, él no era una persona violenta”.
“Aquella mañana de martes experimentó el deseo de volverse tarumba y abrir unas cuantas cabezas con la pala, violar a aquella señora tan rara y llevar a cabo un entierro colectivo, con el párroco en primer lugar. Pero sólo por espacio de un instante. El deseo de comer era más fuerte. Y, además, él no era una persona violenta”. Reflexión tan peculiar y esquizofrénica, que acontece para colmo durante el sepelio de una niña víctima de un asesinato ceremonial –origen de una intriga que aboca a un estricto policía al abismo de sus propios deseos reprimidos–, plasma muy bien el tono de Ritual, primera novela del británico David Pinner (1940), editada en España esta primavera por Alpha Decay. Una publicación meritoria, por cuanto Ritual es menos una novela de culto que una novela invisible, rescatada de un largo olvido en la propia Inglaterra hace sólo tres años. Tampoco es fácil encontrar datos sobre su autor, algo curioso teniendo en cuenta que Pinner todavía está vivo y en activo, y que cuenta en su haber con otras dos novelas y cerca de quince obras teatrales.
Si Ritual ha terminado reeditándose y hallando su lugar entre los lectores inquietos, se debe a que inspiró una película tampoco popular, pero a la que desde luego sí se le puede colgar la sobada etiqueta del culto, al menos para los aficionados al fantástico: El hombre de mimbre (The Wicker Man), realización de Robin Hardy protagonizada en 1973 por Edward Woodward y Britt Ekland, que en los últimos años ha generado un remake no tan desdeñable como suele opinarse con Nicolas Cage, y una suerte de secuela, The Wicker Tree, dirigida asimismo por Hardy. Todo ello redunda en la idea de una gran actualidad en los motivos que comparten novela y película.
¿Por qué? En Ritual, que el crítico Óscar Brox ha sabido definir como “la historia de un hombre débil en el país de las tentaciones, su lucha entre la luz y las tinieblas, y el miedo a revelar aquello en lo que tememos convertirnos”, pueden rastrearse todas las tensiones con que la contracultura sacudía Occidente en el momento de su publicación: el marco paisajístico, la moral dominante, la psicología de los personajes, incluso el humor socarrón y las extravagancias que jalonan la novela de Pinner, son el atrezo que requiere para su supervivencia un colectivo apoltronado en lo idílico, la convención.
Pero el ánimo pagano de fondo, los crímenes, la podredumbre estilística y argumental que va apoderándose del relato, nos hablan de un vértigo sacrílego ante el que sucumbe cualquier apariencia de orden social. En The Wicker Man, que, insistimos, toma prestadas ideas de Ritual pero no puede entenderse ni mucho menos como una adaptación, ese vértigo adquiere subrayadas cualidades antipatriarcales, de liberación sexual y de la mujer, que culminan simbólicamente con un final atroz para el representante de lo establecido.
Como puede apreciarse, la pertinencia tanto de Ritual como de The Wicker Man en un presente como el nuestro, que tras descubrir que los reyes están desnudos se ha abandonado con desesperación en internet y la política a cultos, sectas, creencias alternativas, la paranoia y demás manifestaciones de un estado crítico, es absoluta. Cuando en la película de Hardy, Lord Summerisle (Christopher Lee) le confía al detective protagonista que “Dios ha muerto y no puede quejarse; tuvo su oportunidad y, hablando en plata, la jodió”, es imposible no pensar en todos aquellos que, hoy por hoy, pretenden seguir haciendo girar el mundo en base a ingredientes ideológicos cuya fecha de caducidad ha superado hace mucho lo admisible para su consumo. //
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