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Anonimato, máscara y colectividad. La jugada de ‘Marcos’ vista desde la literatura.

16/06/14 · 12:56
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En un ensayo publicado en 2011, en el primer número de la revista Orsai, el escritor mexicano Juan Villoro hablaba, entre otras cosas, de la relación de su progenitor, el filósofo Luis Villoro, con el EZLN. Como tantos exiliados españoles, Villoro inventó en México un país que no existía, ubicado entre la memoria y el deseo. “Escoger una patria es una forma de buscar un padre. El mío optó por Aníbal y las huestes de Cartago hasta que en 1994 encontró en el zapatismo a su tribu demorada”. Frente al desarraigo que provoca una realidad ajena, los recuerdos como tronco al que aferrarse para sobrevivir al naufragio; frente a la incertidumbre de no sentirte en lugar alguno, la utopía como costa que alcanzar.

Difícil de creer que, veinte años después de aquel ‘nada para nosotros’, resultara que no era una consigna, una frase buena para carteles y canciones, sino una realidad, la realidad”, afirma el Subcomandante Marcos en su último comunicado. La utopía es, por definición, un lugar que no está en ninguna parte: al negar su existencia comenzamos a imaginar su posibilidad. Es éste el mismo proceso que transforma el “nada para nosotros” en un “para todos todo”. Es el mismo proceso, igualmente, el que convierte el pasamontañas, la máscara, en un rostro. Ocultarse para ser vistos, no ser nadie para ser cualquiera.

Para vivir, morir

Escribí hace un par de años, en este medio, un artículo sobre el concepto del personaje colectivo que arrancaba con la cara de Guy Fawkes. En V de Vendetta, el protagonista también encuentra su identidad en un pasado derrotado que la memoria, subjetiva, fragmentaria, subversiva, recupera, difuminado entre la historia y el mito, y traslada de negación de lo real a símbolo de lo posible. “Porque eras tan grande, V, ¿y si no eres nadie?”, se pregunta Evey Hammond antes de entender que no importa quién se esconda tras la máscara de Fawkes. El poder, cuyo discurso sobre sí mismo pretende dominar espacio y tiempo, se resquebraja ante una resistencia que rechaza ocupar su lugar, que combate para desaparecer: “Brindemos por todos nuestros terroristas, por todos nuestros bastardos, los más odiosos y los que no podemos perdonar. Bebamos a su salud y que no los veamos nunca más”.

Las recientes palabras de Marcos se asemejan mucho a esta cita de Alan Moore. Un ejército consciente de la urgencia de su fracaso; un líder destinado a morir para renacer en otros, colectivamente. El 1 de enero de 1994, el día que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio entre México, EE UU y Canadá, los zapatistas se levantaban en armas contra el Gobierno: el sueño del neoliberalismo confrontado por quienes sufren sus pesadillas.

Los indígenas del sureste mexicano renunciaban a interpretar el papel que les había sido asignado, el de perdedores, el de olvidados. Desde Chiapas, la historia era declarada, a la vez, farsa y tragedia. Empezaba así el periplo a la inversa de vencer siendo derrotado, de gritar en silencio, de mandar obedeciendo. Ahora, dos décadas después, el principal vocero del EZLN declara que él sólo ha sido un “holograma” al servicio de la causa, que ya no es necesario y debe dejar de existir, y desaparece reencarnándose en el nombre de un compañero muerto. Dos décadas, la duración exacta de una odisea.

Si la utopía es un lugar posible pero inexistente, una mirada a un futuro por construir, la máscara representa la simultaneidad de diversas posibilidades, de diversas miradas en las que se entremezclan realidad y ficción. Negando una identidad concreta se superponen muchas otras que acaban componiendo un todo que va más allá de la persona que viste la máscara.

Pero en ocasiones no hace falta cubrirse el rostro. El juego de espejos se produce con algo tan sencillo como un cambio de nombre. Ocultar parcialmente la realidad permite, precisamente, revelar mucho más de ella. El propio Juan Villoro, en su novela El testigo (Anagrama, 2004), enmascara en un personaje llamado Ramón Centollo al poeta mexicano Mario Santiago Papasquiaro, más conocido, curiosamente, por otro seudónimo, el que le puso Roberto Bolaño en Los detectives salvajes: Ulises Lima. Lima por Hora Zero, un movimiento peruano de poesía de vanguardia muy admirado por los infrarrealistas –esto es, Bolaño y Papasquiaro–; Ulises por el héroe de la Guerra de Troya, que tardará veinte años en regresar a casa, los mismos que Lima y Arturo Belano, el álter ego de Bolaño. Ulises, que ante el cíclope Polifemo asegurará llamarse Nadie.

Definirnos por lo que somos y por lo que queremos ser; mantener encendidos el fuego y la palabra. La memoria y la utopía como un único recorrido que termina para volver a iniciarse. A pesar de Thomas More, Utopía nunca podrá ser una isla. Utopía es un camino. Y como dijo el poeta griego Konstantinos Kavafis: “Cuando emprendas tu viaje a Ítaca / pide que el camino sea largo”.

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